EL BAUTISMO DE NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO
10 de enero
Juan está
bautizando, y Cristo se acerca; tal vez para santificar al mismo por
quien va a ser bautizado; y sin duda para sepultar en las aguas a todo
el viejo Adán, santificando el Jordán antes de nosotros y
por nuestra causa; y así, el Señor, que era
espíritu y carne, nos consagra mediante el Espíritu y el
agua.
Juan se niega,
Jesús insiste. Entonces: Soy yo el que necesito que tú me
bautices, le dice la lámpara al Sol, la voz a la Palabra, el
amigo al Esposo, el mayor entre los nacidos de mujer al
Primogénito de toda la creación, el que había
saltado de júbilo en el seno materno al que había sido ya
adorado cuando estaba en él, el que era y habría de ser
precursor al que se había manifestado y se manifestará.
Soy yo el que necesito que tú me bautices; y podría haber
añadido: «Por tu causa». Pues sabía muy bien
que habría de ser bautizado con el martirio; o que, como a
Pedro, no sólo le lavarían los pies.
Pero Jesús, por su
parte, asciende también de las aguas; pues se lleva consigo
hacia lo alto al mundo, y mira cómo se abren de par en par los
cielos que Adán había hecho que se cerraran para
sí y para su posteridad, del mismo modo que se había
cerrado el paraíso con la espada de fuego.
También el
Espíritu da testimonio de la divinidad, acudiendo en favor de
quien es su semejante; y la voz desciende del cielo, pues del cielo
procede precisamente Aquel de quien se daba testimonio; del mismo modo
que la paloma, aparecida en forma visible, honra el cuerpo de Cristo,
que por deificación era también Dios. Así
también, muchos siglos antes, la paloma había anunciado
el fin del diluvio.
Honremos hoy nosotros,
por nuestra parte, el bautismo de Cristo, y celebremos con toda
honestidad su fiesta. Ojalá
que estéis ya purificados, y os purifiquéis de nuevo.
Nada hay que agrade tanto a Dios como el arrepentimiento y la
salvación del hombre, en cuyo beneficio se han pronunciado todas
las palabras y revelado todos los misterios; para que, como astros en
el firmamento, os convirtáis en una fuerza vivificadora para el
resto de los hombres; y los esplendores de aquella luz que brilla en el
cielo os hagan resplandecer, como lumbreras perfectas, junto a su
inmensa luz, iluminados con más pureza y claridad por la
Trinidad, cuyo único rayo, brotado de la única Deidad,
habéis recibido inicialmente en Cristo Jesús,
Señor nuestro, a quien le sean dados la gloria y el poder por
los siglos de los siglos. Amén”.
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(Pbro. José Manuel Miranda Alarcón)