Nació
en Coimbra (Portugal). Ingresó en los jesuitas en el 1594 y en
el 1600 fue enviado a la India, donde fue ordenado sacerdote. En el
1609 se trasladó al Japón y allí trabajó
incansablemente en los alrededores de Kioto, o de Miyako como se le
llamaba entonces, hasta 1614, cuando estalló la terrible
persecución. No se sabe a ciencia cierta si el padre Diego fue
deportado o si se retiró por órdenes de sus superiores,
pero el caso es que, al finalizar aquel año, partió de
Macao con el padre Buzomi para iniciar una misión en
Conchinchina. Pero en 1617, regresó al Japón y
pasó el resto de su vida bajo condiciones muy arduas, en los
distritos más boreales de la isla central. Por lo menos en dos
ocasiones llegó hasta Yezo (llamada ahora Hokaido) y fue el
primer sacerdote cristiano que ofició la misa en aquel lugar.
También allí tuvo contacto con los aínos, de
quienes dejó una interesante descripción en una de sus
cartas.
La
persecución hizo crisis en el invierno de 1623 a 1624. El padre
Diego y otros cristianos fugitivos, escondidos en un remoto valle entre
las colinas, fueron al fin descubiertos por las huellas que dejaron
sobre la nieve. Existe un terrible relato sobre la brutalidad con que
aquellos hombres fueron tratados después de su captura. A pesar
de que se había desatado una tormenta de nieve y el frío
era muy intenso, se les despojó de sus ropas hasta dejarlos
medio desnudos, aguardando durante horas a la intemperie. Se les
reunió atándolos en cuerda y fueron arriados para caminar
a pie durante varios días, hasta Sendai. Dos cristianos del
grupo, incapaces de seguir adelante, fueron decapitados allí
mismo, y los soldados de la escolta probaron el filo de sus espadas
cortando en pedazos los cadáveres desnudos.
Cuando llegaron a
Sendai, el frío era intensísimo. El 18 de febrero, el
padre Diego y unos nueve japoneses fueron despojados de las escasas
vestiduras que aún les cubrían y les ataron sus manos por
detrás a unas estacas clavadas dentro de agujeros llenos de agua
helada. El tormento consistía en obligar a los mártires a
sentarse en el agua y volverse a levantar a fin de que el hielo se
formara sobre sus carnes. Al cabo de tres horas de este suplicio, se
les sacaba de los agujeros y se les invitaba a renegar de su
religión. Después de la primera etapa, dos de los
mártires, imposibilitados para moverse, murieron sobre el suelo,
a donde habían caído agonizantes. El padre Diego,
quizá por habérsele dispensado algunas consideraciones
durante la jornada, mostró mayor resistencia que los
demás. Tras de aquella primera prueba, se puso en cuclillas a la
manera japonesa y se concentró en la oración. Durante los
cuatro días siguientes se hicieron nuevos intentos para
convencer a los mártires de que renunciaran al cristianismo,
pero sin resultado alguno.
El 22 de febrero se
reanudó el tormento. Durante toda la mañana estuvieron en
los charcos, rezando lo más alto que podían, alentados
por el sacerdote, que no cesaba de consolarlos con sus palabras. En el
curso de la tarde, siete cadáveres colgaban de las estacas y, al
caer el sol, únicamente el padre Diego seguía con vida.
De acuerdo con el testimonio de algunos fieles que osaron acercarse a
contemplar la horrible escena, murió a la medianoche. A la
mañana siguiente, los cuerpos de las víctimas fueron
cortados en pedazos y arrojados al río, pero la cabeza del padre
Diego y las de otros cuatro mártires fueron recuperadas y
conservadas como reliquias. Fue beatificado el 7 de mayor de 1867
por Pío IX.