DECIMO MANDAMIENTO:
NO CODICIAR LAS COSAS AJENAS
DESPRENDIMIENTO DE LOS BIENES MATERIALES
Así como el séptimo mandamiento nos prohíbe
los actos exteriores contrarios a los bienes del prójimo, el décimo
mandamiento prohíbe los actos internos, es decir, el deseo de quitar
a otros sus bienes, de adquirirlos por medios injustos, o de usar de ellos
de modo contrario a la recta razón, en otras palabras, prohibe el
deseo desordenado de adquirir o gozar de bienes materiales.
La razón de este mandamiento es muy clara y profunda:
el corazón del hombre ha de estar libre de todo tipo de ataduras pues
sólo así es capaz de amar a Dios con la plenitud que El ha
ordenado (cfr. Deut. 6, 4ss.).
Jesús muestra repetidas veces el motivo de fondo para
vivir este precepto: " donde está tu tesoro, ahí está
tu corazón‑ (Mt. 6, 2 1 ), de suerte que " no se puede servir a dos
señores, a Dios y al dinero" (Mt. 6,24).
Este es el sentido que tiene para el cristiano la virtud de
la pobreza: no queremos tener nada, porque queremos tenerlo todo, queremos
a Dios, y Dios, que no se satisface compartiendo, nos manda desterrar de
nuestro corazón todo lo que de cualquier forma estorbe a su amor.
Conviene tener presente que, en sí mismos, los bienes
materiales son buenos ‑son un bien en sentido filosófico y proceden
de las manos de Dios‑. Pero su razón consiste en ser medios para obtener
la propia prifección humana y espiritual, no son fines en sí
mismos.
Por eso, quedarse en ellos como en un fin es un desorden que
nos aleja de Dios: éste es siempre uno de los elementos de todo pecado,
que tiene en su raíz la conversión a las criaturas; todos tenemos
ese peligro real de trastocar los fines, porque el apegamiento a los medios
materiales nos puede hacer olvidar nuestro fin último.
Los más beneficiados con bienes de fortuna tienen mayor
peligro de apegarse a ellos, también mayor responsabilidad ante Dios
de hacerlos rendir: han de comunicar al prójimo con generosa esplendidez
y obligada caridad una parte importante de esos bienes.
Así lo explica Santo Tomás de Aquino: "en el uso
de las riquezas no debe tener el hombre las cosas externas como propias,
sino como comunes; de tal suerte que fácilmente las comunique a otros
cuando lo necesiten... Verdad es que a nadie se manda socorrer a otros con
lo que para sí o para los suyos necesita.... pero satisfecha la necesidad
y el decoro, deber nuestro es, de lo que sobra, socorrer a los indigentes"
(S. Th., 11‑11, q. 32, a. 6).
"Si vuestro oro y plata se han enmohecido (p. ej., por la carencia
de obras buenas), la herrumbre de esos materiales dará testimonio
de vosotros, y devorará vuestras carnes como fuego" (Sant. 5,3).
Cfr. también otros muchos textos de la Sagrada Escritura
donde se nos habla de lo mismo: Lc. 12, 15, 21; Mt. 5, 3; Rom. 13, 9; Sant.
2, 1‑5.
El cristiano, y más en una época de acendrado
materialismo como la actual, ha de luchar por evitar el aburguesamiento.
Es mal tiene multitud de detalles prácticos, que llevan al hombre
a una vida encallada en las comodidades, a las ansias de satisfacciones personales,
a la huida de todo lo que supone abnegación y vencimiento propio,
olvidándose de Dios y de los demás.
Se trata de conseguir el señorío sobre los bienes
de la tierra: no crearse necesidades, estar por encima de los bienes externos,
que son los de menor valor, etc.
"El cristiano puede estar contento aun en el estado de pobreza,
si considera que la mayor felicidad es la conciencia pura y tranquila, que
nuestra verdadera patria es el cielo, que Jesucristo se hizo pobre por nuestro
amor y ha prometido un premio especial a los que sufren con resignación
la pobreza" (Catecismo de San Pío X, n. 470).
Los padres deben procurar los bienes convenientes para asegurar
un buen porvenir a sus hijos, pero cuidando de no hacerlos vivir en un ambiente
muelle, de posibilidades en exceso y dinero en abundancia, pues esto termina
por arruinar el carácter y la formación de los hijos.
Además, como son bienes que los hijos no han ganado personalmente,
es fácil que no tengan de ellos el aprecio justo y los derrochen.
Este mandamiento se cumple viviendo la virtud de la liberalidad,
y se transgrede con los pecados de avaricia y prodigalidad.
LA LIBERALIDAD
La liberalidad es la virtud que regula el amor a las cosas materiales,
y dispone a emplearlas según el querer de Dios.
Incluye, pues, dos aspectos:
a) moderar el amor a las cosas materiales (contra la avaricia),
b) emplear los bienes según el querer de Dios (contra la prodigalidad).
La liberalidad es virtud social muy estimable, que protege tanto
contra la codicia nociva a los intereses de la comunidad, como contra el
lujo fastuoso que, sin utilidad y con perjuicios, aumenta los contrastes
irritantes y mantiene desniveles injustos.
En la Encíclica Rerum novarum (n. 16), el Papa León
XIII expresó así el principio rector acerca de los bienes terrenos:
"Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de
gran importancia: que se debe distinguir entre la justa posesión del
dinero y del empleo justo del mismo (...) Es lícito que el hombre
posea cosas propias y, además, es necesario. Mas si se pregunta qué
uso se debe hacer de esos bienes, la Iglesia sin titubear responde: el hombre
no debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes, es
decir, de tal suerte que las comunique fácilmente con otros en las
necesidades de éstos ( ... ). Todo el que ha recibido abundantes bienes
los ha recibido para perfección propia y al mismo tiempo para que,
como ministro de la Providencia divina, los emplee en beneficio de los demás".
Cuarenta años después, el Papa Pío XI puntualizaba:
"Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres,
es decir, aquellos que no le son necesarios para el sostenimiento decoroso
y conveniente de su vida; sino que, por el contrario, tanto la Sagrada Escritura
como los Santos Padres de la Iglesia evidencian el precepto gravísimo
de practicar la limosna, la beneficencia y la caridad" (Enc. Quadragesinio
anno, n. 50).
Y Juan Pablo II, en 1987, lo volvió a recordar:
"Sobre cada bien particular grava una hipoteca social, es decir, posee como
cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada
precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes" (Enc.
Sollicitudo rei sociali, n. 42).
"Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan
a hacerlo:
"A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda"
(Mt. 5,42). Gratis lo recibisteis, dadlo gratis" (Mt. 10, 8). ‑Jesucristo
reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cfr.
Mt. 25, 31‑36)" (Catecismo, 2443).
"El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas
o su uso egoísta...
S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: "No hacer
participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la
vida. Lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos" (Laz. 1, 6)...
"Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades
personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar
un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia" (S. Gregorio
Magno, past 3, 2 l)" (Catecismo, nn. 2445 y 2446).
PECADOS OPUESTOS:
LA AVARICIA Y LA PRODIGALIDAD
LA AVARICIA
La avaricia consiste en el deseo desordenado de los bienes materiales.
Es uno de los pecados llamados capitales, ya que de él, como de su
fuente o cabeza, brotan otros muchos.
Por ser ocasión de otros pecados, S. Pablo llega a decir
que "la raíz de todos los males es el dinero" (I Tim. 6, 10).
De la avaricia se derivan, p. ej.:
a) la dureza de corazón con los más necesitados, perdiéndose
la sensibilidad para las desgracias del prójimo;
b) la atención desordenada y el apegamiento a los bienes externos,
que impiden la quietud y sosiego para el cuidado del alma;
c) la violencia, el fraude, el engaño y la traición, para conseguir
lo que se desea con ansia.
d) la envidia, que manifiesta tristeza experimentada ante el bien del prójimo
y el deseo desordenado de poseerlo.
Fue el pecado de Judas: su apegamiento al dinero constituyó
el inicio del camino que lo llevó a traicionar a Jesucristo (cfr.
Jn. 12, 4‑6; ver también S. Th., II-II q. 118, a. 8).
Aunque no sea la avaricia el pecado más grave que se
puede cometer, sí es de los más vergonzosos y degradantes,
puesto que subordina al hombre no ya a cosas que son superiores a él,
o al menos a su nivel racional ‑la ciencia, el arte, etc.‑, sino que lo esclaviza
a lo que está por debajo de él: los bienes materiales.
S. Francisco de Sales llama "locura" a este pecado pues " nos
hace esclavos de lo que ha sido creado para servimos" (Introducción
a la vida devota, IV, 10).
La avaricia puede adoptar variadas formas:
a) la tacañería, que lleva a escatimar los gastos razonables
o hacerlos a regañadientes;
b) la codicia, que trata de acumular más y más riquezas, por
motivos egoístas y sin confianza en la Providencia, la codicia está
en contra de la recomendación expresa de Jesucristo, recogida en Mt.
6, 25‑34.
La moralidad sobre el pecado de la avaricia puede expresarse
así:
a) Cuando el amor al dinero y a las cosas exteriores llega a preferirse al
amor de Dios, de modo que por las cosas materiales se subordine el amor y
el servicio a Dios y a los demás, o se atente de alguna manera contra
el prójimo, la avaricia es pecado mortal.
La avaricia oscurece notablemente la visión espiritual
y trascendente de la vida pues "la seducción de las riquezas ahoga
la palabra de Dios, que queda sin fruto" (Mt. 13, 22), llegando a ser una
especie de idolatría (cfr. Col. 3, 5).
b) Cuando, en cambio, ese afecto desordenado no llega a ser tal que supedite
las cosas de Dios, la avaricia es sólo pecado venial.
LA PRODIGALIDAD
La prodigalidad es el vicio que lleva al abuso en la disposición
del dinero, gastándolo de manera inconsiderada y desmesuradamente.
No es el empleo recto y generoso que se da en los actos de liberalidad,
sino es el uso indebido que el pródigo hace del dinero, motivado por
sus apetencias, su comodidad, su afán de lujo o presunción.
En la Enc. Sollicitudo rei sociali el Papa Juan Pablo II explica
cómo el " superdesarrollo", es decir, la excesiva disponibilidad de
bienes materiales, fácilmente conduce a la prodigalidad. "Es la llamada
civilización del consumo o consumismo, que comporta tantos "desechos"
o "basuras". Un objeto poseído, y ya superado por otro más
perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor
permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre" (n. 28).
El pródigo no tiene en cuenta que, respecto de Dios,
no es dueño de su fortuna, sino el administrador, y aun en el supuesto
de haber cumplido todos sus deberes de caridad y justicia, no puede proceder
a su antojo, sino que debe atender al destino primordial de los bienes terrenos.
Y " los bienes terrenos están, en su origen, destinados a todos. El
derecho a la propiedad es válido y necesario, pero no anula el valor
de tal principio" (Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei sociali, n. 42).
En este sentido, los Santos Padres hacen un observación de
gran interés: la Sabiduría de Dios ha dispuesto que, en cada
época de la historia de la humanidad, el progreso haga posible que
los recursos sean los suficientes y necesarios para el sostenimiento decoroso
y conveniente de todos y cada uno de los hombres que en esa época
integran la sociedad humana. De tal manera que la acaparación de gran
cantidad de bienes para uso y disfrute de una sola persona, sea una injusticia.
Lo resumen diciendo: "lo que a ti te sobra, pertenece a otro" .... .. El
pan que tú guardas pertenece al hambriento. La ropa que tienes en
tus cofres, al desnudo. El calzado que se pudre en tu casa, al descalzo.
El dinero que atesoras, al necesitado" (SAN BASILIO, Homilía sexta
contra la riqueza, PG 31, 277).
La prodigalidad priva de las ventajas que los bienes terrenos
debieran procurar tanto al pródigo mismo (con ellos podría
tener méritos ante Dios), como a la sociedad (que mediante el empleo
de lo malgastado hubiera podido multiplicar el rendimiento del trabajo, aumentar
la producción, etc).
Perjudica también a los allegados del pródigo,
que tarde o temprano sufren las consecuencias de su despilfarro. Pero sobre
todo llega a lesionar al bien común, por el incumplimiento grave de
los deberes de caridad y de justicia social, por resultar odiosa a la sociedad
en general, causando irritación, acentuando aún más
las enormes diferencias entre los sociales, etc.
En conclusión, el juicio moral hacia el pródigo
puede ser ‑por la cuantía del dispendio o las necesidades apremiantes
del prójimo‑particularmente severo, ya que conlleva un verdadero daño
a terceros o al bien común en general.