BEATA CRISTINA "LA
ADMIRABLE"
24 de julio
1224 d.C.

Nació en Brusthem en la diócesis de Lieja, en el seno de
una familia de campesinos. A los veintidós años, Cristina
tuvo un ataque, probablemente de catalepsia y los vecinos la creyeron
muerta y trasladaron el cuerpo de la joven en un féretro a la
iglesia para una misa de réquiem. Súbitamente,
después del «Agnus Dei», Cristina se irguió,
saltó fuera del féretro «como un
pájaro», según cuenta su biógrafo y
quedó colgada en una de las vigas del techo. Entonces, el
sacerdote que la celebró, ordenó a Cristina que
descendiese del techo. La beata reveló que había estado
realmente muerta, que había descendido al infierno, donde
reconoció a muchos amigos, y también al purgatorio, donde
encontró a otros conocidos. Finalmente, había ascendido
al cielo, donde se le había puesto en la alternativa de
permanecer ahí o retornar a la tierra a sacar del purgatorio,
con sus oraciones y sufrimientos, a quienes había visto
ahí. Eligió volver a la tierra y su alma había
reanimado el cadáver en el preciso instante del «Agnus
Dei».
Su historia
parece la de una “histérica”; se cree que aborrecía el
olor de los seres humanos, que se agarraba a los molinos de viento y
daba vueltas y vueltas, y que rezaba balanceándose sobre o una
valla o acurrucada como una bola. Era de una pureza tal que el menor
atisbo de pecado llegaba a causarle nauseas. La gente huía de
ella y se la tomó por “endemoniada”. Se vestía de
andrajos, vivía de limosna y su conducta era verdaderamente
sorprendente. Su biógrafo escribe, que después de que
Cristina se encaramó a la pila baustismal de la iglesia de
Wellen, «su conducta empezó a asemejarse más a la
del resto de los hombres: se volvió menos inquieta y pudo
soportar un poco mejor el hedor de los mortales».
Cristina
pasó los últimos años de su vida en el convento de
Santa Catalina de Saint-Trond, donde murió a los setenta y
cuatro de edad. Aun en el convento no faltaban quienes la consideraban
con el mayor respeto. Luis, el conde de Looz, la trataba como a una
amiga, la recibía en su castillo, aceptaba sus reprensiones y en
su lecho de muerte insistió en abrirle su conciencia. La beata
María de Oignies le profesaba cierta admiración; la
superiora del convento alabó la obediencia de Cristina y Santa
Lutgarda solía pedirle consejos.