CONFESIONES DE SAN
AGUSTÍN
San Agustín
LIBRO PRIMERO
CAPITULO I
1. Grande eres, Señor, y laudable sobremanera; grande tu poder,
y tu sabiduría no tiene número. ¿Y pretende
alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación, y
precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo
el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los
soberbios? Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de
tu creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se
deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti.
Dame, Señor, a conocer y entender qué es
primero, si invocarte o alabarte, o si es antes conocerte que
invocarte. Mas ¿quién habrá que te invoque si
antes no te conoce? Porque, no conociéndote, fácilmente
podrá invocar una cosa por otra. ¿Acaso, más bien,
no habrás de ser invocado para ser conocido? Pero ¿y
cómo invocarán a aquel en quien no han creído?
¿Y cómo creerán si no se les predica?
Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan,
porque los que le buscan le hallan y los que le hallan le
alabarán.
Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque
creyendo en ti, pues me has sido predicado. Invócate,
Señor, mi fe, la fe que tú me diste e inspiraste por la
humanidad de tu Hijo y el misterio de tu predicador.
CAPITULO II
2. Pero ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y
mi Señor, puesto que al invocarle le he de llamar a mí?
¿Y qué lugar hay en mí a donde venga mi Dios a
mí, a dónde Dios venga a mí, el Dios que ha hecho
el cielo y la tierra? ¿Es verdad, Señor, que hay algo en
mí que pueda abarcarte? ¿Acaso te abarcan el cielo y la
tierra, que tú has creado, y dentro de los cuales me creaste
también a mí? ¿O es tal vez que, porque nada de
cuanto es puede ser sin ti, te abarca todo lo que es? Pues si yo soy
efectivamente, ¿por qué pido que vengas a mí,
cuando yo no sería si tú no fueses en mí?
No he estado aún en el infierno, mas también
allí estás tú. Pues si descendiere a los
infiernos, allí estás tú.
Nada sería yo, Dios mío, nada sería
yo en absoluto si tú no estuvieses en mí; pero,
¿no sería mejor decir que yo no sería en modo
alguno si no estuviese en ti, de quien, por quien y en quien son todas
las cosas? Así es, Señor, así es. Pues
¿adónde te invoco estando yo en ti, o de dónde has
de venir a mí, o a qué parte del cielo y de la tierra me
habré de alejar para que desde allí venga mi Dios a
mí, él, que ha dicho: Yo lleno el cielo y la tierra?
CAPITULO III
3. ¿Abárcame, por ventura, el cielo y la tierra por
el hecho de que los llenas? ¿O es, más bien, que los
llenas y aún sobra por no poderte abrazar? ¿Y
dónde habrás de echar eso que sobra de ti, una vez
llenó el cielo y la tierra? ¿Pero es que tienes
tú, acaso, necesidad de ser contenido en algún lugar,
tú que contienes todas las cosas, puesto que las que llenas las
llenas conteniéndolas? Porque no son los vasos llenos de ti los
que te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te has
de derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo
tú, sino levantándonos a nosotros; ni es
esparciéndote tú, sino recogiéndonos a nosotros.
Pero las cosas todas que llenas, ¿las llenas todas
con todo tu ser o, tal vez, por no poderte contener totalmente todas,
contienen una parte de ti? ¿Y esta parte tuya la contienen todas
y al mismo tiempo o, más bien, cada una la suya, mayor las
mayores y menor las menores? Pero ¿es que hay en ti alguna parte
mayor y alguna menor? ¿Acaso no estás todo en todas
partes, sin que haya cosa alguna que te contenga totalmente?
CAPITULO IV
4. Pues ¿qué es entonces mi Dios?
¿Qué, repito, sino el Señor Dios? ¿Y
qué Señor hay fuera del Señor o qué Dios
fuera de nuestro Dios? Sumo, óptimo, poderosísimo,
omnipotentísimo, misericordiosísimo y justísimo;
secretísimo y presentísimo, hermosísimo y
fortísimo, estable e incomprensible, inmutable, mudando todas
las cosas; nunca nuevo y nunca viejo; renueva todas las cosas y conduce
a la vejez a los soberbios sin ellos saberlo; siempre obrando y siempre
en reposo; siempre recogiendo y nunca necesitado; siempre sosteniendo,
llenando y protegiendo; siempre creando, nutriendo y perfeccionando;
siempre buscando y nunca falto de nada.
Amas y no sientes pasión; tienes celos y
estás seguro; te arrepientes y no sientes dolor; te aíras
y estás tranquilo; mudas de obra, pero no de consejo; recibes lo
que encuentras y nunca has perdido nada; nunca estás pobre y te
gozas con los lucros; no eres avaro y exiges usuras. Te ofrecemos de
más para hacerte nuestro deudor; pero ¿quién es el
que tiene algo que no sea tuyo, pagando tú deudas que no debes a
nadie y perdonando deudas, sin perder nada con ello?
¿Y qué es cuanto hemos dicho, Dios
mío, vida mía, dulzura mía santa, o qué es
lo que puede decir alguien cuando habla de ti? Al contrario, ¡ay
de los que se callan de ti!, porque no son más que mudos
charlatanes.
CAPITULO V
5. ¿Quién me dará descansar en ti?
¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le
embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo,
único bien mío? ¿Qué es lo que eres para
mí? Apiádate de mí para que te lo pueda decir.
¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame y si
no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes
miserias? ¿Acaso es ya pequeña la misma de no amarte?
¡Ay de mí! Dime por tus misericordias, Señor y Dios
mío, qué eres para mí. Di a mi alma: "Yo soy tu
salud." Dilo de forma que yo lo oiga. Los oídos de mi
corazón están ante ti, Señor; ábrelos y di
a mi alma: "Yo soy tu salud". Que yo corra tras esta voz y te dé
alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y
pueda así verle.
6. Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea
ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella
cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero
¿quién la limpiará o a quién otro
clamaré fuera de ti: De los pecados ocultos líbrame,
Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo, por eso hablo.
Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado ante ti
mis delitos contra mí, ¡Oh Dios mío!, y tú
has remitido la impiedad de mi corazón? No quiero contender en
juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero engañarme a
mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi
iniquidad. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las
iniquidades, Señor, ¿quién, Señor,
subsistirá?
CAPÍTULO VI
7. Con todo, permíteme que hable en presencia de tu
misericordia, a mí, tierra y ceniza; permíteme que hable,
porque es a tu misericordia, no al hombre, mi burlador, a quien hablo.
Tal vez también tú te reirás de mí; mas
vuelto hacia mí, tendrás compasión de mí.
Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor,
sino que no sé de dónde he venido aquí, a esta,
digo, vida mortal o muerte vital? " No lo sé. Mas
recibiéronme los consuelos de tus misericordias, según
tengo oído a mis padres carnales, del cual y en la cual me
formaste en el tiempo, pues yo de mí nada recuerdo.
Recibiéronme, digo, los consuelos de la leche humana, de la que
ni mi madre ni mis nodrizas se llenaban los pechos, sino que eras
tú quien, por medio de ellas, me daban el alimento aquel de la
infancia, según tu ordenación y los tesoros dispuestos
por ti hasta en el fondo mismo de las cosas.
Tuyo era también el que yo no quisiera más
de lo que me dabas y que mis nodrizas quisieran darme lo que tú
les dabas, pues era ordenado el afecto con que querían darme
aquello de que abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el
recibir yo aquel bien mío de ellas, aunque, realmente, no era de
ellas, sino tuyo por medio de ellas, porque de ti proceden,
ciertamente, todos los bienes, ¡oh Dios!, y -de ti, Dios
mío, pende toda mi salud.
Todo esto lo conocí más tarde, cuando me diste
voces por medio de los mismos bienes que me concedías interior y
exteriormente. Porque entonces lo único que sabía era
mamar, aquietarme con los halagos, llorar las molestias de mi carne y
nada más.
8. Después empecé también a reír,
primero durmiendo, luego despierto. Esto han dicho de mí, y lo
creo, porque así lo vemos también en otros niños;
pues yo, de estas cosas mías, no tengo el menor recuerdo.
Poco a poco comencé a darme cuenta dónde
estaba y a querer dar a conocer mis deseos a quienes me los
podían satisfacer, aunque realmente no podía,
porqué aquéllos estaban dentro y éstos fuera, y
por ningún sentido podían entrar en mi alma. Así
que agitaba los miembros y daba voces, signos semejantes a mis deseos,
los pocos que podía y como podía, aunque verdaderamente
no se les semejaban. Mas si no era complacido, bien porque no me
habían entendido, bien porque me era dañoso, me
indignaba: con los mayores, porque no se me sometían, y con los
libres, por no querer ser mis esclavos, y de unos y otros
vengábame con llorar. Tales he conocido que son los niños
que yo he podido observar; y que yo fuera tal, más me lo han
dado ellos a entender sin saberlo que no los que me criaron
sabiéndolo.
9. Mas he aquí que mi infancia ha tiempo que murió,
no obstante que yo vivo. Mas dime, Señor, tú que siempre
vives y nada muere en ti-porque antes del comienzo de los siglos y
antes de todo lo que tiene antes existes tú, y eres Dios y
Señor de todas las cosas, y se hallan en ti las causas de todo
lo que es inestable, y permanecen los principios inmutables de todo lo
que cambia, y viven las razones sempiternas de todo lo temporal-, dime
a mí, que te lo suplico, ¡oh Dios mío!, di,
misericordioso, a este mísero tuyo; dime, ¿por ventura
sucedió esta mi infancia a otra edad mía ya muerta?
¿Será ésta aquella que llevé en el vientre
de mi madre? Porque también de ésta se me han hecho
algunas indicaciones y yo mismo he visto mujeres embarazadas.
Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío,
¿qué? ¿Fui yo algo o en alguna parte? .
Dímelo, porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi
madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria. ¿Acaso te
ríes de mí porque deseo saber estas cosas y me mandas que
te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?
10. Confiésote, Señor de cielos y tierra,
alabándote por mis comienzos y mi infancia, de los que no tengo
memoria, mas que diste al hombre conjeturar de sí por otros y
que creyese muchas cosas, aun por la simple autoridad de mujercillas.
Porque al menos era entonces, vivía, y ya al fin de la infancia
buscaba signos con que dar a los demás a conocer las cosas que
yo sentía.
¿De dónde podía venir, en
efecto, un tal animal, sino de ti, Señor? ¿Acaso hay
algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura
hay alguna otra vena por donde corra a nosotros el ser y el vivir,
fuera del que tú causas en nosotros, Señor, en quien el
ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres el sumo Ser y el sumo
Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te mudas, ni camina por ti el
día de hoy, no obstante que por ti camine, puesto que en ti
están, ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían
camino por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus
años no fenecen, tus años son un constante Hoy.
¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han
pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su modo y de
alguna manera han existido, y cuántos pasarán aún
y recibirán su modo y existirán de alguna manera! Mas
tú eres uno mismo, y todas las cosas del mañana y
más allá, y todas las cosas de ayer y más
atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho.
¿Qué importa que alguien no entienda
estas cosas? Gócese aún éste diciendo:
¿Qué es esto? Gócese éste aun así y
desee más hallarte no indagando que indagando no hallarte.
CAPITULO VII
11. Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de
los hombres! Y esto lo dice un hombre, y tú te compadeces de
él por haberlo hecho, aunque no el pecado que hay en él.
¿Quién me recordará el pecado
de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio de
pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre
la tierra? .¿Quién me lo recordará? ¿Acaso
cualquier chiquito o párvulo de hoy, en quien veo lo que no
recuerdo de mí? ¿Y qué era en lo que yo entonces
pecaba? ¿Acaso en desear con ansia el pecho llorando? Porque si
ahora hiciera yo esto, no con el pecho, sino con la comida propia de
mis años, deseándola con tal ansia, justamente fuera
mofado y reprendido. Luego dignas eran de reprensión las cosas
que hacía yo entonces; mas como no podía entender a quien
me reprendiera, ni la costumbre ni la razón sufrían que
se me reprendiese. La prueba de ello es que, según vamos
creciendo, extirpamos y arrojamos estas cosas de nosotros, y
jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar una
cosa arroje lo bueno de ella.
¿Acaso, aun para aquel tiempo; era bueno pedir
llorando lo que no se podía conceder sin daño, indignarse
acremente con las personas libres que no se sometían y aun con
las mayores y hasta con mis propios progenitores y con
muchísimos otros, que, más prudentes, no accedían
a las señales de mis caprichos, esforzándome yo por
hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía, por no
obedecer a mis órdenes, a las que hubiera sido pernicioso
obedecer? ¿De aquí se sigue que lo que es inocente en los
niños es la debilidad de los miembros infantiles, no el alma de
los mismos?
Vi yo y hube de experimentar cierta vez a un niño
envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con
cara amargada a otro niño colactáneo suyo.
¿Quién hay que ignore esto? Dicen que las madres y
nodrizas pueden conjurar estas cosas con no sé qué
remedios. Yo no sé que se pueda tener por inocencia no sufrir
por compañero en la fuente de leche que mana copiosa y abundante
al que está necesitadísimo del mismo socorro y que con
sólo aquel alimento sostiene la vida. Mas tolérase
indulgentemente con estas faltas, no porque sean nulas o
pequeñas, sino porque se espera que con el tiempo han de
desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes, si tales cosas las
hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos llevar
con paciencia.
12. Así, pues, Señor y Dios mío, tú que de
niño me diste vida y un cuerpo, al que dotaste, según
vemos, de sentidos, y compaginaste de miembros y vestiste de hermosura,
y adornaste de instintos animales con que atender al conjunto e
incolumidad de aquél, tú me mandas que te alabe por tales
dones y te confiese y cante a tu nombre altísimo, porque
serías Dios omnipotente y bueno aunque no hubieras creado
más que estas solas cosas, que ningún otro puede hacer
más que tú. Uno, de quien procede toda modalidad;
Hermosísimo, que das forma a todas las cosas y con tu ley las
ordenas todas.
Vergüenza me da, Señor, tener que
asociar a la vida que vivo en este siglo aquella edad que no recuerdo
haber vivido y sobre la cual he creído a otros y yo conjeturo
haber pasado, por verlo así en otros niños, bien que esta
conjetura merezca toda fe. Porque en lo referente a las tinieblas en
que está envuelto mi olvido de ella corre parejas con aquella
que viví en el seno de mi madre.
Ahora bien, si yo fui concebido en iniquidad y me
alimentó en pecados mi madre en su seno, ¿dónde,
te suplico, Dios mío; dónde, Señor, yo, tu siervo,
dónde o cuándo fui yo inocente? Mas ved que ya callo
aquel tiempo. ¿A qué ya ocuparme de él, cuando no
conservo de él vestigio alguno?
CAPITULO VIII
13. ¿No fue, acaso, caminando de la infancia hacia aquí
como llegué a la puericia. ¿O, por mejor decir, vino
ésta a mí y suplantó a la infancia, sin que
aquélla se retirase; porque adónde podía ir? Con
todo, dejó de existir, pues ya no era yo infante que no hablase,
sino niño que hablaba. Recuerdo esto; mas cómo
aprendí a hablar, advertílo después. Ciertamente
no me enseñaron esto los mayores, presentándome las
palabras con cierto orden de método, como luego después
me enseñaron las letras; sino yo mismo con el entendimiento que
tú me diste, Dios mío, al querer manifestar mis
sentimientos con gemidos y voces varias y diversos movimientos de los
miembros, a fin de que satisficiesen mis deseos, y ver que no
podía todo lo que yo quería ni a todos los que yo
quería. Así, pues, cuando éstos nombraban alguna
cosa, fijábala yo en la memoria, y si al pronunciar de nuevo tal
palabra movían el cuerpo hacia tal objeto, entendía y
colegía que aquel objeto era el denominado con la palabra que
pronunciaban, cuando lo querían mostrar.
Que ésta fuese su intención deducíalo
yo de los movimientos del cuerpo, que son como las palabras naturales
de todas las gentes, y que se hacen con el rostro y el guiño de
los ojos y cierta actitud de los miembros y tono de la voz, que indican
los afectos del alma para pedir, retener, rechazar o huir alguna cosa.
De este modo, de las palabras, puestas en varias frases y en sus
lugares y oídas repetidas veces, iba coligiendo yo poco a poco
los objetos que significaban y, vencida la dificultad de mi lengua,
comencé a dar a entender mis quereres por medio de ellas.
Así fue como empecé a usar los signos
comunicativos de mis deseos con aquellos entre quienes vivía y
entré en el fondo del proceloso mar de la sociedad, pendiente de
la autoridad de mis padres y de las indicaciones de mis mayores.
CAPITULO IX
14. ¡Oh Dios mío, Dios mío! Y ¡qué de
miserias y engaños no experimenté aquí cuando se
me proponía a mí, niño, como norma de bien vivir
obedecer a los que me amonestaban a brillar en este mundo y sobresalir
en las artes de la lengua, con las cuales después pudiese lograr
honras humanas y falsas riquezas! A este fin me pusieron a la escuela
para que aprendiera las letras, en las cuales ignoraba yo, miserable,
lo que había de utilidad. Con todo, si era perezoso en
aprenderlas, era azotado, sistema alabado por los mayores, muchos de
los cuales, que llevaron este género de vida antes que nosotros,
nos trazaron caminos tan trabajosos, por los que se nos obligaba a
caminar, multiplicando así el trabajo y dolor a los hijos de
Adán.
Mas dimos por fortuna con hombres que te invocaban,
Señor, y aprendimos de ellos a sentirte, en cuanto
podíamos, como un Ser grande que podía, aun no
apareciendo a los sentidos, escucharnos y venir en nuestra ayuda. De
ahí que, siendo aún niño, comencé a
invocarte como a mi refugio y amparo, y en tu vocación
rompí los nudos de mi lengua y, aunque pequeño, te rogaba
ya con no pequeño afecto que no me azotasen en la escuela. Y
cuando tú no me escuchabas, lo cual era para mi
instrucción, reíanse los mayores y aun mis mismos padres,
que ciertamente no querían que me sucediese ningún mal de
aquel castigo, grande y grave mal mío entonces.
15. ¿Por ventura, Señor, hay algún alma tan
grande, unida a ti con tan subido afecto; hay alguna, digo -pues
también puede producir esto cierta estolidez-; hay, repito,
alguna que unida a ti con piadoso afecto llegue a tal grandeza de
ánimo que desprecie los potros y garfios de hierro y
demás instrumentos de martirio -por huir de los cuales se te
dirigen súplicas de todas las partes del mundo-y así se
ría de ellos-amando a los que acerbísimamente los
temen-como se reían nuestros padres de los tormentos con que de
niños éramos afligidos por nuestros maestros? Porque, en
verdad, ni los temíamos menos ni te rogábamos con menos
fervor que nos librases de ellos.
Con todo, pecábamos escribiendo, o leyendo, estudiando menos de
lo que se exigía de nosotros. Y no era ello por falta de memoria
o ingenio, que para aquella edad me los diste, Señor,
bastantemente, sino porque me deleitaba el jugar, aunque no otra cosa
hacían los que castigaban esto en nosotros. Pero los juegos de
los mayores cohonestábanse con el nombre de negocios, en tanto
que los de los niños eran castigados por los mayores, sin que
nadie se compadeciese de los unos ni de los otros, o más bien de
ambos. A no ser que haya un buen árbitro de las cosas que.
apruebe el que me azotasen porque jugaba a la pelota y con este juego
impedía que aprendiera más prontamente las letras, con
las cuales de mayor había de jugar más perniciosamente.
¿Acaso hacía otra cosa el mismísimo
que me azotaba, quien, si en alguna cuestioncilla era vencido por
algún colega suyo, era más atormentado de la
cólera y envidia que yo cuando en un partido de pelota era
vencido por mi compañero?
CAPITULO X
16. Con todo pecaba, Señor mío, ordenador y creador de
todas las cosas de la naturaleza, mas sólo ordenador del pecado;
pecaba yo, Señor Dios mío, obrando contra las
órdenes de mis padres y de aquellos mis maestros, porque
podía después usar bien de las letras que querían
que aprendiese, cualquiera que fuese la intención de los
míos.
Porque no era yo desobediente por ocuparme en cosas mejores,
sino por amor del juego, buscando en los combates soberbias victorias y
halagar mis oídos con falsas fabulillas, con las cuales se
irritase más la comezón, al mismo tiempo que con
idéntica curiosidad se encandilaban mis ojos más y
más por ver espectáculos, que son los juegos de los
mayores, juegos que quien los da goza de tan gran dignidad que casi
todos desean esto para sus hijos, a quienes, sin embargo, sufren de
buen grado que los maltraten, si con tales espectáculos se
retraen del estudio, por medio del cual desean puedan llegar
algún día a darlos ellos semejantes. Mira, Señor,
estas cosas misericordiosamente y líbranos de ellas a los que ya
te invocamos. Mas libra también a los que aún no te
invocan, a fin de que te invoquen y sean igualmente libres.
CAPITULO XI
17. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida
eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro
Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui
signado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el
mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.
Tú viste, Señor, cómo cierto
día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de
un dolor de estómago que me abrasaba y puso en trance de muerte.
Tú viste también, Dios mío, pues eras ya mi
guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe
solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos
nosotros, tu Iglesia, el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor.
Turbóse mi madre carnal, porque me paría con más
amor en su casto corazón en tu fe para la vida eterna; y ya
había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con
los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi
Señor Jesús!, en remisión de mis pecados, cuando
he aquí que de repente comencé a mejorar.
Difirióse, en vista de ello, mi purificación, juzgando
que sería imposible que, si vivía, no me volviese a
manchar y que el reato de los delitos cometidos después del
bautismo es mucho mayor y más peligroso.
Por este tiempo creía yo, creía ella y
creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin
embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad
materna para que dejara de creer en Cristo, como él no
creía. Porque cuidaba solícita mi madre de que tú,
Dios mío, fueses para mí padre, más bien que
aquél, en lo cual tú la ayudabas a triunfar de él,
a quien, no obstante ser ella mejor, servía, porque en ello te
servía a ti, que lo tienes así mandado.
18. Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú
gustas también de ello, por qué razón se
difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fue para mi bien
el que aflojaran, por decirlo así, las riendas del pecar o si no
me las aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que de unos y
de otros llegue a nuestros oídos de todas partes: "Dejadle; que
obre; que todavía no está bautizado"; sin embargo, que no
digamos de la salud del cuerpo: "Dejadle; que reciba aún
más heridas, que todavía no está sano"?
¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto
la salud y que mis cuidados y los de los míos se hubieran
empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de mi
alma, que tú me hubieses dado! Mejor fuera, sin duda; pero como
mi madre preveía ya cuántas y cuán grandes olas de
tentaciones me amenazaban después de la niñez, quiso
ofrecerles más bien la tierra, de donde había de ser
formado, que no ya la misma imagen.
CAPITULO XII
19. En esta mi niñez, en la que había menos que temer por
mí que en la adolescencia, no gustaba yo de las letras y odiaba
el que me urgiesen a estudiarlas. Con todo, era urgido y me
hacían gran bien. Quien no hacía bien era yo, que no
estudiaba sino obligado; pues nadie que obra contra su voluntad obra
bien, aun siendo bueno lo que hace.
Tampoco los que me urgían obraban bien; antes todo
el bien que recibía me venía de ti, Dios mío,
porque ellos no veían otro fin a que yo pudiera encaminar
aquellos conocimientos que me obligaban a aprender sino a saciar el
insaciable apetito de una abundante escasez y de una gloria
ignominiosa. Mas tú, Señor, que tienes numerados los
cabellos de nuestra cabeza, usabas del error de todos los que me
apremiaban a estudiar para mi utilidad y del mío en no querer
estudiar para mi castigo, del que ciertamente no era indigno, siendo
niño tan chiquito y tan gran pecador.
Así que de los que no obraban bien, tú
sacabas bien para mí; y de mis pecados, mi justa
retribución; porque tú has ordenado, y así es, que
todo ánimo desordenado sea castigo de sí mismo.
CAPITULO XIII
20. ¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras
griegas, en las que siendo niño era imbuido? No lo sé; y
ni aun ahora mismo lo tengo bien averiguado. En cambio,
gustábanme las latinas con pasión, no las que
enseñan los maestros de primaria, sino las que explican los
llamados gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se
aprende a leer, y escribir y contar, no me fueron menos pesadas y
enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde
podía venir aun esto sino del pecado y de la vanidad de la vida,
por ser carne y viento que camina y no vuelve?
Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo
medio podía llegar, como de hecho ahora puedo, a leer cuanto hay
escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más
útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a retener los
errores de no sé qué Eneas, olvidado de los míos,
y a llorar a Dido muerta, que se suicidó por amores, mientras
yo, miserabilísimo, me sufría a mí mismo con ojos
enjutos, muriendo para ti con tales cosas, ¡oh Dios, vida
mía! .
21. Porque ¿qué cosa más miserable que el que un
mísero no tenga misericordia de sí mismo y, llorando la
muerte de Dido, que fue por amor de Eneas, no llore su propia muerte
por no amarte a ti, ¡oh Dios!, luz de mi corazón, pan
interior de mi alma, virtud fecundante de mi mente y seno amoroso de mi
pensamiento? No te amaba y fornicaba lejos de ti, y, fornicando,
oía de todas partes: "¡Bien! ¡Bien!"; porque la
amistad de este mundo es adulterio contra ti; y si le gritan a uno:
"¡Bien! ¡Bien!", es para que tenga vergüenza de no ser
así. Y no llorando esto, lloraba a Dido muerta, "que
buscó su última hora en el hierro", en tanto que yo
buscaba tus últimas criaturas, dejándote a ti y yendo,
como tierra, tras la tierra, hasta el punto que, si entonces me
hubieran prohibido leer tales cosas, me hubieran causado dolor, por no
leer lo que me dolía. No obstante, semejante demencia es tenida
por cosa más noble y provechosa que las letras, en las que se
aprende a leer y escribir.
22. Mas ahora, Dios mío, grite en mi alma tu verdad y diga: no
es así, no es así; antes aquella primera
instrucción es absolutamente mejor que ésta, puesto que
yo preferiría olvidar antes todas las aventuras de Eneas y
demás fábulas por el estilo que no el saber leer y
escribir. Ya sé que de las puertas de las escuelas de los
gramáticos penden unos velos o cortinas, pero éstos no
son tanto para velar el secreto cuanto para encubrir el error.
No den voces contra mí aquellos que ya no temo
mientras te confieso a ti las cosas de que gusta mi alma y descanso en
la detestación de mis malos andares, a fin de que ame tus buenos
caminos. No den voces contra mí los mercaderes de
gramática, porque si les propongo la cuestión de si es
verdad que Eneas vino alguna vez a Cartago, como afirma el poeta, los
indoctos me dirán que no lo saben, y los entendidos, que no es
verdad. Pero si les pregunto con qué letras se escribe el nombre
de Eneas, todos los que las han estudiado me responderán lo
mismo, conforme al pacto y convenio por el que los hombres han
establecido tales signos entre sí.
Igualmente, si les preguntare qué sería
más perjudicial para la vida humana: olvidársele a uno
saber leer y escribir o todas las ficciones de los poetas,
¿quién no ve lo que responderían, de no estar
fuera de sí? Luego pecaba yo, Dios mío, en aquella edad
al anteponer aquellas cosas vanas a estas provechosas, arrastrado
únicamente del gusto. O por mejor decir: al amar aquéllas
y odiar éstas, porque odiosa canción era para mí
aquel "uno y uno son dos, dos y dos son cuatro", en tanto que era para
mí espectáculo dulcísimo y entretenido la
narración del caballo de madera lleno de gente armada, y el
incendio de Troya, "y la sombra de Creusa".
CAPITULO XIV
23. Pues ¿por qué odiaba yo entonces la gramática
griega, en la que tales cosas se cantan? Porque también Homero
es perito en tejer tales fabulillas y dulcísimamente vano,
aunque para mí de niño fue bien amargo. Yo creo que
igualmente les será Virgilio a los niños griegos cuando
se les apremie a aprender, como a mí a Homero. Y es que la
dificultad, sí, la dificultad de tener que aprender totalmente
una lengua extraña era como una hiel que rociaba de amargura
todas las dulzuras griegas de las narraciones fabulosas.
Porque todavía no conocía yo palabra de
aquella lengua, y ya se me instaba con vehemencia, con crueles terrores
y castigos, a que la aprendiera. En cambio, del latín, aunque,
siendo todavía infante, no sabía tampoco ninguna, sin
embargo, con un poco de atención lo aprendí entre las
caricias de las nodrizas, y las chanzas de los que se reían, y
las alegrías de las que jugaban, sin miedo alguno ni tormento.
Aprendílo, digo, sin el grave apremio del castigo, acuciado
únicamente por mi corazón, que me apremiaba a dar a luz
sus conceptos, y no hallaba otro camino que aprendiendo algunas
palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban,
en cuyos oídos iba yo depositando cuanto sentía.
Por aquí se ve claramente cuánta mayor
fuerza tiene para aprender estas cosas una libre curiosidad que no una
medrosa necesidad. Mas constríñese con ésta el
flujo de aquélla según tus leyes, ¡oh Dios!,
según tus leyes, que establecen desde las férulas de los
maestros hasta los tormentos de los mártires; sí,
según tus leyes, Señor, poderosas a acibararnos con
saludables amarguras que nos vuelvan a ti del pestífero deleite
por el que nos habíamos apartado de ti.
CAPITULO XV
24. Oye, Señor, mi oración, a fin de que no desfallezca
mi alma bajo tu disciplina ni me canse en confesar tus misericordias,
con las cuales me sacaste de mis pésimos caminos, para serme
dulce sobre todas las dulzuras que seguí, y así te ame
fortísimamente, y estreche tu mano con todo mi corazón, y
me libres de toda tentación hasta el fin. He aquí,
Señor, que tú eres mi rey y mi Dios; pues ceda en tu
servicio cuanto útil aprendí de niño y para tu
servicio sea cuanto hablo, escribo, leo y cuento, pues cuando
aprendía aquellas vanidades, tú eras el que me dabas la
verdadera ciencia, y me has perdonado ya los pecados de deleite
cometidos en tales vanidades. Muchas palabras útiles
aprendí en ellas, es verdad; pero también se pueden
aprender en las cosas que no son vanas, y éste es el camino
seguro por el que debían caminar los niños.
CAPITULO XVI
25. Mas ¡ay de ti, oh río de la costumbre humana!
¿Quién hay que te resista? ¿Cuándo no te
secarás? ¿Hasta cuándo dejarás de arrastrar
a los hijos de Eva a ese mar inmenso y espantoso que apenas logran
pasar los que subieren sobre el leño? ¿Acaso no fue en ti
donde yo leí la fábula de Júpiter tonante y
adulterante? Cierto es que no pudo hacer ambas cosas; mas
fingióse así para autorizar la imitación de un
verdadero adulterio con el engaño de un falso trueno. Con todo,
¿quién es de los maestros que llevan pénula el que
oye con oído sobrio al hombre de su misma profesión que
clama y dice: "Fingía estas cosas Homero y trasladaba las cosas
humanas a los dioses, pero yo más quisiera que hubiera pasado
las divinas a nosotros"? Aunque más verdadero sería decir
que fingió estas cosas aquél, atribuyendo las divinas a
hombres corrompidos, para que los vicios no fuesen tenidos por vicios y
cualquiera que los cometiese pareciese que imitaba a dioses
celestiales, no a hombres perdidos.
26. Y, sin embargo, ¡oh río infernal!, en ti son arrojados
los hijos de los hombres juntamente con los honorarios que pagan por.
aprender tales cosas. Y se tiene por cosa grande poder hacer esto
públicamente en el foro al amparo de las leyes, que determinan,
a más de los honorarios, los salarios que se les han de dar. Y
golpeas tus cantos y gritas diciendo: "Aquí se aprenden las
palabras; aquí se adquiere la elocuencia, sumamente necesaria
para explicar las sentencias y persuadir las cosas". Como si no
pudiéramos aprender estas palabras: lluvia, dorado, regazo,
templo, celeste y otras más que se hallan escritas en dicho
lugar, si Terencio no nos introdujese a un joven perdido que se propone
a Júpiter como modelo de estupro, al contemplar una pintura
mural "en la que se representaba al mismo Júpiter en el momento
en que, según dicen, envió una lluvia de oro sobre el
regazo de Dánae, engañando con semejante truco a la pobre
mujer".
Y ved cómo se excitaba a la lujuria a vista de tan celestial
maestro:
-¡Y qué dios!-dice.
-¡Nada menos que el que hace retumbar la bóveda del cielo
con enorme trueno!
-Y yo, hombrecillo, ¿no iba a hacer esto? -Hícelo,
sí, y con mucho gusto.
De ningún modo, de ningún modo con semejante
torpeza se aprenden mejor aquellas palabras, sino que con tales
palabras se perpetra más atrevidamente semejante torpeza. No
condeno yo las palabras, que son como vasos selectos y preciosos, sino
el vino del error que maestros ebrios nos propinaban en ellos, y del
que si no bebíamos éramos azotados, sin que se nos
permitiese apelar a otro juez sobrio.
Y, no obstante, Dios mío, en cuya presencia ya no
ofrece peligro este mi recuerdo, confieso que aprendí estas
cosas con gusto y en ellas me deleité, miserable, siendo por
esto llamado "niño de grandes esperanzas".
CAPITULO XVII
27. Permíteme, Señor, que diga también algo de mi
ingenio, don tuyo, y de los delirios en que lo empleaba.
Proponíaseme como asunto-cosa muy inquietante para mi alma,
así por el premio de la alabanza o deshonra como por el temor a
los azotes que dijese las palabras de Juno, airada y dolorida por no
poder "alejar de Italia al rey de los teucros", que jamás
había oído yo que Juno las dijera. Pero se nos obligaba a
seguir los pasos errados de las ficciones poéticas y a decir
algo en prosa de lo que el poeta había dicho en verso,
diciéndolo más elogiosamente aquel que, conforme a la
dignidad de la persona representada, sabía pintar con más
viveza y similitud y revestir con palabras más apropiadas los
afectos de ira o dolor de aquélla.
Mas de qué me servía, ¡oh vida
verdadera, Dios mío!, ¿de qué me servía que
yo fuera aplaudido más que todos mis coetáneos y
condiscípulos? ¿No era todo aquello humo y viento?
¿Acaso no había otra cosa en que ejercitar mi ingenio y
mi lengua? Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas, contenidas en
tus Escrituras, debieran haber suspendido el pámpano de mi
corazón, y no hubiera sido arrebatado por la vanidad de unas
bagatelas, víctima de las aves. Porque no es de un solo modo
como se sacrifica a los ángeles transgresores.
CAPITULO XVIII
28. Pero ¿qué milagro que yo me dejara arrastrar de las
vanidades y me alejara de ti, Dios mío, cuando me
proponían como modelos que imitar a unos hombres que si, al
contar alguna de sus acciones no malas, eran notados de algún
barbarismo o solecismo, se llenaban de confusión, y, en cambio,
cuando eran alabados por referir con palabras castizas y apropiadas, de
modo elocuente y elegante, sus deshonestidades, se hinchaban de
vanidad? "
Tú ves, Señor, estas cosas y callas
longánime, y lleno de misericordia, y veraz. Pero
¿callarás para siempre? Pues saca ahora de este espantoso
abismo al alma que te busca, y tiene sed de tus deleites, y te dice de
corazón: Busqué, Señor, tu rostro; tu rostro,
Señor, buscaré, pues lejos está de tu rostro quien
anda en afecto tenebroso, porque no es con los pies del cuerpo ni
recorriendo distancias como nos acercamos o alejamos de ti.
¿Acaso aquel tu hijo menor buscó caballos, o carros, o
naves, o voló con alas visibles, o hubo de mover las tabas para
irse a aquella región lejana donde disipó lo que le
habías dado, oh padre dulce en dárselo y más dulce
aún en recibirle andrajoso? Así, pues, estar en afecto
libidinoso es lo mismo que estarlo en tenebroso y lo mismo que estar
lejos de tu rostro.
29. Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles
mirar, de qué modo guardan diligencias los hijos de los hombres
los pactos sobre las letras y las sílabas recibidos de los
primeros hablistas y, en cambio, descuidan los pactos eternos de salud
perpetua recibidos de ti; de tal modo que si alguno de los que saben o
enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos pronunciase,
contra las leyes gramaticales, la palabra homo sin aspirar la primera
letra, desagradaría más a los hombres que si, contra tus
preceptos, odiase a otro hombre siendo hombre.
¡Como si el hombre pudiese tener enemigo más
pernicioso que el mismo odio con que se irrita contra él o
pudiera causar a otro mayor estrago persiguiéndole que el que
causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan
interior la ciencia de las letras como la conciencia que manda no hacer
a otro lo que uno no quiere sufrir.
¡Oh, cuán secreto eres tú!, que,
habitando silencioso en los cielos, Dios sólo grande, esparces
infatigable, conforme a- ley, cegueras vengadoras sobre las
concupiscencias ilícitas, cuando el hombre, anheloso de fama de
elocuente, persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez
rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de que
por un lapsus linguae no se le escape un inter hominibus y no se le da
nada de que con el furor de su odio le quite de entre los hombres (ex
hominibus).
CAPITULO XIX
30. En el umbral de tales costumbres yacía yo, miserable, de
niño, siendo ésta la palestra arenaria en que yo me
ejercitaba, y en la que temía más cometer un barbarismo
que cuidaba de no envidiar, si lo cometía, a aquellos que lo
habían evitado.
Estas cosas, Dios mío, te digo y confieso, en las
cuales era alabado de aquellos a quienes agradar era entonces para
mí vivir honestamente, porque no veía yo el abismo de
torpeza en que me había arrojado lejos de tus ojos. Y aun entre
ellos, ¿quién más deforme que yo, que, con ser
tales, todavía les desagradaba, engañando con infinidad
de mentiras a mis ayos, maestros y padres por amor del juego y por el
deseo de ver espectáculos frívolos e imitarlos con
juguetona inquietud?
También hacía algunos hurtos de la despensa de mis
padres y de la mesa, ya provocado por la gula, ya también por
tener que dar a los niños que me vendían el gusto de
jugar conmigo, aun cuando ellos se divirtiesen igualmente que yo. En el
juego andaba frecuentemente a caza de victorias fraudulentas, vencido
del vano deseo de sobresalir. Sin embargo, ¿qué cosa
había que yo quisiera menos sufrir y que yo reprendiese
más atrozmente en otros, si lo descubría, que aquello
mismo que yo les hacía a los demás? Más
aún: si por casualidad era yo cogido en la trampa y me lo
echaban en cara, poníame furioso antes que ceder. ¿Y es
ésta la inocencia infantil? No, Señor, no lo es, te lo
confieso, Dios mío. Porque estas mismas cosas que se hacen con
los ayos y maestros por causa de las nueces, pelotas y pajarillos, se
hacen cuando se llega a la mayor edad con los prefectos y reyes por
causa del dinero, de las fincas y siervos, del mismo modo que a las
férulas se suceden suplicios mayores.
Luego cuando tú, Rey nuestro, dijiste: De tales es
el reino de los cielos, quisiste, sin duda darnos en la pequeñez
de su estatura un símbolo de humildad.
31. Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti,
excelentísimo y óptimo creador y gobernador del universo,
Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con hacerme sólo
niño. Porque, aun entonces, era, vivía, sentía y
tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu
secretísima unidad, por la cual era.
Guardaba también con el sentido interior la
integridad de los otros mis sentidos y me deleitaba con la verdad en
los pequeños pensamientos que sobre cosas pequeñas
formaba. No quería me engañasen, tenía buena
memoria y me iba instruyendo con la conversación.
Deleitábame la amistad, huía del dolor, abyección
e ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste
que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas
cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo.
Y todos son buenos y todos ellos soy yo.
Bueno es el que me hizo y aun él es mi bien; a
él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser
de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí
mismo y en las demás criaturas, no en él, los deleites,
grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores,
confusiones y errores.
Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía,
esperanza mía y Dios mío, gracias a ti por tus dones;
pero guárdamelos tú para mí. Así me
guardarás también a mí y se aumentarán y
perfeccionarán los que me diste, y yo seré contigo,
porque tú me diste que existiera.