La confesión es el Sacramento de la Penitencia, que fue
instituido por Jesucristo, para perdonar los pecados cometidos
después del bautismo.
Cuando alguien confiesa (=reconoce y manifiesta) sus pecados con
humildad y arrepentimiento, Cristo mismo le da su perdón y su
amistad y lo reintroduce en la comunión eclesial a través
de un ministro ordenado, continuador del ministerio de los
apóstoles.
¿No
es suficiente confesar los pecados directamente a Dios?
No es suficiente, porque el mismo Jesús confirió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados:
Lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra, será desatado en los cielos (Mt 16,19).
Es el poder que tiene Pedro, con sus sucesores, de declarar lo que está permitido y lo que no está permitido a nivel de toda la Iglesia; el poder de apartar de la comunión eclesial (excomunión ) y el poder de readmitir a ella (comunión ). Y esto implica también el poder de perdonar los pecados en nombre de Dios.
Todo lo que aten en la tierra, quedará atado en el cielo y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo (Mt 18,15-18).
Es el mismo poder, que está presente en cada comunidad eclesial, presidida por un obispo o presbítero.
Como
el Padre me envió a mí, así yo envío a
ustedes.
Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes perdonen
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les
quedan retenidos (Jn 20,21-23).
Aquí vemos claramente que Jesús dio a los apóstoles el poder de perdonar los pecados y este poder se trasmite en la Iglesia. Si los demás no lo quieren reconocer, eso es su problema.
¿Qué es la confesión pública y la
confesión individual o auricular?
Durante los primeros siglos, generalmente se ejerció este poder
en una forma pública, es decir, frente a toda la comunidad,
presidida por el obispo. El penitente manifestaba su arrepentimiento y
el obispo asignaba la penitencia, frente a todos.
Al cumplirse la penitencia, recibía el perdón, siendo
admitido a la «comunión», es decir, siendo integrado
plenamente a la comunidad eclesial con el derecho y el deber de
participar plenamente en la Cena del Señor.
Por lo general se trataba de culpas graves y notorias (apostasía, asesinato, adulterio, etc.). Con el pasar del tiempo, prevaleció la forma privada de realizarse la confesión, por motivos prácticos, teniendo presente el aumento de los feligreses y los casos de enfermedad con peligro de muerte inminente.
La múltiple misericordia de Dios socorrió a las
caídas humanas de manera que la esperanza de la vida eterna no
sólo se repara por la gracia del bautismo, sino también
por la medicina de la penitencia, y así, los que hubieran
violado los dones de la regeneración condenándose por su
propio juicio, llegaron a la remisión de los pecados; pero de
tal modo ordenó los remedios de la divina bondad, que sin las
oraciones de los sacerdotes, no es posible obtener el perdón de
Dios. En efecto, el mediador de Dios y los hombres, el hombre Cristo
Jesús (1 Tim 2,5), dio a quienes están puestos al frente
de su Iglesia la potestad de dar la acción de la penitencia a
quienes confiesan y de admitirlos, después de purificados por la
saludable satisfacción, a la comunión de los sacramentos
por la puerta de la reconciliación... (León Magno,
año 452, Denzinger 146).
Es menester que todo cristiano someta a juicio su propia conciencia, no sea que dilate de día en día convertirse a Dios y escoja las estrecheces de aquel tiempo, en que apenas quepa ni la confesión del penitente ni la reconciliación del sacerdote. Sin embargo, como digo, aun a éstos de tal modo hay que auxiliar en su necesidad, de que no se les niegue la acción de la penitencia y la gracia de la comunión, aun en el caso en que, perdida la voz, la pida por señales de su sentido entero; mas si por violencia de la enfermedad llegaren a tal estado de gravedad, que lo que poco antes pedían no puedan darlo a entender en la presencia del sacerdote, deberán valerle los testimonios de los que lo rodean para conseguir juntamente el beneficio de la penitencia y de la reconciliación (Denzinger 147).
El Papa Inocencio III, ordenó la confesión y comunión por lo menos una vez al año. No inventó ninguna confesión auricular, como dicen algunos sectarios.
Todo fiel de uno u otro sexo, que hubiere llegado a los años de discreción, confiese fielmente él solo por lo menos una vez al año todos sus pecados al propio sacerdote, y procure cumplir según sus fuerzas la penitencia que se le impusiere, recibiendo reverentemente, por lo menos en pascua el sacramento de la Eucaristía (Denzinger 437).
Acerca de la confesión dice San Ambrosio:
«Agua
y lágrimas no faltan en la Iglesia:
el agua del bautismo y las lágrimas de la penitencia».
Y
añade San Agustín:
«Cumplid la penitencia que se cumple en la Iglesia, para que la Iglesia ore por vosotros. Que nadie diga: «La cumplo secretamente ante Dios; Dios que perdona, conoce lo que hay en mi corazón«... Entonces, ¿Se dijo sin motivo: «Todo lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo?» Entonces ¿sin motivo han sido confiadas las llaves a la Iglesia de Dios? ¿Hacemos inútil el Evangelio? ¿Hacemos vacías las palabras de Cristo?»
Ni modo. Una vez que se apartaron de la Iglesia que fundó Cristo, para hacer «su» Iglesia, ya no cuentan con este poder que se trasmite mediante la imposición de las manos desde los apóstoles. Hagan lo que puedan, aunque tengan que manipular la Biblia para justificarse.