ALEJANDRO VI
1492-1503 d.C.
Rodrigo de
Borja
había nacido en Játiva (Valencia) en 1431. Era
vicecancillar de la Iglesia cuando, después de siete días
de manejos simoniacos, fue elegido Papa. "Los días de la infamia
y del escándalo empezaron para la Iglesia romana" escribe Luis
von Pastor en su monumental "Historia de los Papas". De Vanozza
Catanei, Alejandro tenía cuatro hijos, de los que sobresalieron
en la triste historia de su pontificado Juan, César y Lucrecia.
La única verdadera preocupación del Papa fue la de cuidar
por los intereses de la familia y de conquistar nuevos territorios para
sus hijos.
No le faltaron cualidades de político y
pensó hasta en la reforma de la Iglesia, pero sus vicios y
defectos le impidieron realizarla. Tomó severas medidas contra
los ladrones y bandidos que infectaban los estados pontificios e hizo
una política destinada a independizar a la Santa Sede de las
intrigas de las facciones aristocráticas. Pero en la
política exterior no supo navegar entre los escollos y atrajo
sobre Italia la invasión de Carlos VIII de Francia. Esta
invasión abre una nueva época de desastres para la
península. Desde aquel momento, todos los estados europeos
(Alemania, Francia y España, sobre todo) tratarán de
intervenir en los asuntos italianos y quedarse con alguno que otro de
sus territorios. Además, desesperado por lo que sucedía
en Roma, el pueblo estaba dispuesto a aceptar cualquier
dominación extranjera con la ilusión de que algún
soberano virtuoso y sabio impusiera a la Iglesia la reforma necesaria y
salvara los destinos de la dolorida península.
En septiembre de 1493 Carlos VIII entró en Italia.
Tenía veinte años, quería conquistar el reino de
Nápoles, legado por René de Anjou a Luis XI, y establecer
una base en la ciudad con el fin de emprender una cruzada, reconquistar
Constantinopla y restaurar el Imperio de Oriente. Nadie le
resistió y su estancia fue un agradable paseo. En Florencia fue
recibido con entusiasmo, ya que el mismo Savonarola había
anunciado su llegada. Los Médicis habían huído.
Alejandro VI se retiró al Castillo de Sant'Angelo, pero Carlos
no le despojó de la tiara, como estaba pensado en un primer
momento. Sólo le obligó a respetar los bienes , sobre
todo los de Julio della Rovere. El 22 de febrero de 1495, Carlos VIII
entraba en Nápoles, donde la gente le aclamó como
emperador de Constantinopla y rey de Jerusalén. Poco
después, una coalición formada por el Papa, Venecia, el
emperador, el rey de España y el duque de Milán, le
obligó a retirarse y volver a Francia.
"Los humos de Italia", como escribía Commynes, el
cronista de la época, se habían disipado. Francia no
había ganado nada en Italia, los Borgia volvían a empezar
sus maniobras y sus misteriosos asesinatos. Juan, el hijo mayor de
Alejandro, que se había casado con una sobrina de Fernando el
Católico, recibió de su padre el título de duque
de Gandía y el territorio de Benevento, antigua posesión
de la Iglesia. Jofré Borgia casó con la hija de Alfonso
II de Nápoles, mientras Lucrecia, después de separarse de
Juan Sforza, duque de Pésaro, casó con Alfonso de
Bisceglie, hijo natural de Alfonso II. En fin, después del
asesinato de su segundo esposo. Lucrecia casó con Alfonso
d'Este, duque de Ferrara y tuvo una vida feliz y tranquila, dedicada a
las artes y a su familia. Para sellar la nueva alianza entre el Papa y
el rey de Francia. César tomó por esposa a Carlota
d'Albret, de Navarra, y recibió el título de duque de
Valence, en el sur de Francia, siendo llamado por éste el
Valentino o el Duque Valentino. En 1500 Carlos VIII conquistó
Milán, mientras César conquistaba una ciudad
detrás de otra en la Italia central, usando de la fuerza, del
engaño y de la traición. Los Estados de la Iglesia
aumentaban, y César, aconsejado por Maquiavelo, pensaba en la
unificación de Italia, proyecto de gran alcance político
que sólo fue realizado en el siglo XIX. El príncipe,
mezcla de inteligencia, de voluntad y de sutileza política,
completamente desprovisto de cualquier preocupación moral,
típico representante de una época en que el cristianismo
había abandonado los corazones de los grandes, fue el ideal
humano de Maquiavelo. Su modelo viviente era César Borgia.
Una voz terrible se había levantado en Florencia
contra la corrupción y la decadencia papal. Era la del dominico
Girolamo Savonarola, prior del convento de San Marcos, enemigo de los
Médicis, predicador inspirado y defensor de la causa de Dios. En
1491 había empezado a predicar en la Catedral, donde comnetaba
el Apocalipsis de San Juan y profetizaba la renovación de la
Iglesia y el castigo de Italia. Al anunciar la llegada de Carlos VIII,
al que llamaba Ciro en sus predicaciones, su prestigio aumentó
enormemente en la ciudad. Al huir los Médicis, Florencia
volvió a su constitución democrática, y Savonarola
impuso una política interior favorable a los pobres, para los
que instituyó los "montes de piedad", que ya funcionaban en
Italia, donde habían sido creados por los franciscanos.
Jesucristo fue proclamado "Rey de Florencia" ciudad elegida por Dios,
de donde, como una nueva Nazareth, iba a brotar la salvación del
mundo. Procesiones de niños recorrían las calles de la
ciudad; penetraban en las casas, sacaban los cuadros y las estatuas
representando desnudos, los amontonaban en las plazas y les
prendían fuego, para purificar las costumbres y destuir el mal
que había invadido los corazones.
Nadie se oponía a estas hogueras, en las que
perecieron muchas obras maestras. La ciudad entera estaba compenetrada
por la idea de la penitencia, la gente se amontonaba en las
iglesias y el verbo de Savonarola era como el verbo divino. La
floreciente ciudad del Renacimiento resonaba del llanto de los
penitentes y de los gritos del predicador enfurecido, cuyo mayor
enemigo estaba en Roma. Llamado por el Papa para explicar sus
profecías, Savonarola se negó a abandonar Florencia.
Alejandro le prohibió la predicación; pero no le hizo
caso durante mucho tiempo, atacando más severamente
todavía los vicios de Roma. Durante el carnaval de 1497,
Savonarola hizo una inmensa hoguera en la plaza de la
Señoría, quemando instrumentos musicales, perfumes,
libros y cuadros, mientras la multitud aplaudía enforvorecida.
El 4 de marzo habló de la "iglesia cortesana...hija sin pudor".
El 18 de junio fue exocmilgado por el Papa. El pueblo, cansado ya de
tanta austeridad, abandonó a su profeta. Fue encerrado en la
torre del Palacio de la Señoría y torturado. Allí
escribió su último Miserere, de impresionante belleza y
fervor cristiano.
En mayo después de haber sido declarado culpable
por un tribunal enviado desde Roma por el Papa, fue quemado vivo, junto
con los frailes dominicos Silvestro y Domingo, en la plaza principal,
donde hoy todavía se puede leer, clavado en el suelo, el texto
de una lápida recordatoria. Savonarola, a pesar de sus
exageraciones, era un hombre bien intencionado. Sólo
quería la reforma de la Iglesia, y es evidente que si sus ideas
hubieran sido aplicadas, ni Luterio ni Calvino hubieran tenido el
éxito que conseguirían pocos años después
de la muerte de este apasionado profeta florentino.
Con la muerte de Savonarola el camino de las conquistas
quedaba libre para César. Una vez depuesta la púrpura, el
duque Valentino, eliminado el peligro que le amenazaba desde Florencia,
se dirigió hacia el norte, conquistando Urbino y el ducado de
Camerino. El año santo de 1500 llevó dinero fresco a las
arcas de los Borgia, y así pudo ser seguida la campaña de
conquistas en Itlia en beneficio de César.
En 1492, Cristóbal Colón había
descubierto el Nuevo Mundo. Alejandro VI intervino entre España
y Portugal, y a petición de los Reyes Católicos,
trazó una línea demarcatoria entre lo que habría
de ser el domino exclusivo de los futuros descubrimientos
españoles y portugueses (Tratado de Tordesillas). Los pueblos
del Nuevo Mundo, según decisión del Papa basada en el
derecho natural, enseñado por Santo Tomás, no
podían ser convertidos al cristianismo sino por su voluntaria
adhesión.
Alejandro VI falleció en agosto de 1503.
César estaba enfermo también y no pudo intervenir en la
elección del nuevo Papa, a pesar de las medidas que había
tomado con antelación para asegurarse la continuidad en los
puestos y beneficios que gozaba. "Lo había previsto todo
(declaró más tarde Maquiavelo); sólo no se me
ocurrió pensar que yo mismo en aquellos momentos me
encontraría luchando con la muerte".
Alejandro VI, como todos los Papas del Renacimiento, fue
un mecenas y un constructor. Hizo identificar por Sangallo la muralla
que une el castillo de Sant'Angelo con el Vaticano, como también
la Torre Borgia en el mismo Vaticano, donde Pinturicchio pintó
varios frescos de gran belleza. Tiziano hizo el retrato del Papa. En
Santa María Maggiore hizo cubrir el techo de una capilla con el
primer oro llegado desde América. En 1500 terminó de
esculpir Miguel Ángel su "Piedad", la escultura que lo hizo
famoso y que se encuentra en la Basílica de San Pedro.
La leyenda de los Borgia circuló por Europa
inmediatamente después de la muerte de Alejandro. Los
embajadores venecianos contribuyeron mucho a pregonarla, ya que Venecia
temía a César y se oponía a sus planes de
conquista. El miembro más inocente de la familia. Lucrecia, fue
la primera en transformarse en personaje literario. Victor Hugo la hizo
que aparecer ente el público en uno de sus dramas
históricos, al que Donizetti puso música. Desde entonces,
novelas y películas presentan a unos Borgia folletinescos,
héroes de mala literatura que popularizó la antigua
leyenda y dio fama al "veneno de los Borgia". Ante la invasión
de mentiras, y de mal gusto, varios escritores y estudiosos, trataron
de restablecer la verdad y rehabilitar al Papa y a César. Los
admiradores de Maquiavelo, como Prezzolini y otros, italianos y
extranjeros, lograron demostrar que Alejandro y César fueron
hombres típicos de su tiempo, ni peores ni mejores que sus
contemporáneos. Es evidente que los enemigos de la Iglesia los
utilizaron para apoyar con argumentos históricos su propaganda
anticatólica. Alejandro no fue el peor de los Papas ni
César el peor de los políticos, pero tuvieron los dos la
mala suerte de transformarse en símbolos del mal. De todos modos
no se puede negar que su presencia en el Vaticano fue una de las causas
de la reforma luterana y de las violencias que la siguieron.
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(Pbro. José Manuel Silva Moreno)