A pesar del edicto de Worms, la reforma pudo propagarse sin resistencia. Los obispos alemanes no tomaron iniciativas, y el papa, por su índole, no estaba inclinado ni era capaz de iniciar medidas eficaces de reforma, fuera de la condenación de las doctrinas de Lutero. El emperador, por sus guerras con Francia y la necesidad de afianzar su señorío en España, hubo de estar durante nueve años alejado de Alemania. Además, en su guerra de dos frentes contra Francia y los turcos, necesitaba de la ayuda de los príncipes contra quienes hubiera tenido que proceder, de ejecutar el edicto de Worms. La relación de Carlos y con León X llevaba el grave lastre de la política francesa del papa y su actitud en la elección imperial. Sin embargo, entretanto se había visto bien que Francia no representaba una ayuda eficaz para los intereses de la casa Medici y estados de la Iglesia, sino que era antes bien una amenaza, mientras el reino español de Nápoles podía ofrecer protección contra la amenaza de las costas por parte de los mahometanos. Es más, si el papa se preocupaba seriamente por el peligro turco, su puesto estaba a par del emperador, y no del rey «cristianísimo» que conspiraba con el enemigo de la cristiandad. ¿Quién otro que el emperador podía finalmente poner dique al movimiento luterano de Alemania, tan amenazadoramente descrito por Aleander? Carlos V estaba dispuesto a ello. Ya en mayo de 1521 se llegó a una alianza con el fin de establecer a los Sforza en Milán y arrebatar Génova a los franceses. El emperador prometió ayuda contra los enemigos de la fe católica, y a él se le prometió coronación en Italia, más ayuda contra Venecia. La situación de Italia fue, pues, decisiva, y el papa entraba sobre todo en juego como cabeza de la casa Medici y príncipe de los estados de la Iglesia.
La alianza llevó al éxito. En un levantamiento de los milaneses contra los franceses, las tropas imperiales y papales pudieron ocupar la ciudad el 19 de noviembre de 1521 y Francesco II Sforza subió al poder.
Sin embargo, poco después, el 1.° de diciembre, el papa moría de un ataque de malaria. Ello significaba un grave contratiempo en la política de Italia y ponía en cuarentena los anteriores éxitos contra Francia.
El cambio de pontificado pareció, no obstante, ofrecer circunstancias señaladamente favorables para la cooperación entre papa y emperador. El conclave en que tomaron parte 39 cardenales, de ellos sólo tres no italianos, fue difícil. Los cardenales, aseglarados en su mayoría y enemigos entre sí, eran imagen viva de la Iglesia y del mundo cristiano de entonces. Sin embargo, con general sorpresa, el 9 de enero de 1522, fue elegido el ausente cardenal Adriano de Utrecht[146], obispo de Tortosa en España. Los romanos quedaron desilusionados e irritados por la elección del «bárbaro» desconocido.
Este holandés, hijo de un ebanista, nació en 1459 en Utrecht. Educado, dentro del espíritu de la devotio moderna, en el amor a la virtud y a la ciencia, ingresó en 1476 en la universidad de Lovaina.
Aquí llegó a ser profesor distinguido y «dechant» de san Pedro. Su comentario al cuarto libro de las Sentencias y sus doce Quodlibeta lo muestran como escolástico tardío fuertemente aficionado a las cuestiones canónicas y casuística moral. En 1507, el emperador Maximiliano lo llamó para preceptor de su nieto, el archiduque Carlos, a la sazón de siete años. Así entró Adriano en el consejo de Margarita, regente de los Países Bajos, y en 1515 fue enviado a España, para asegurar allí la herencia de Carlos. Fernando el Católico anuló su testamento de 1512, que dejaba el reino a Fernando, hermano menor de Carlos, educado en España y más popular allí. Después de la muerte del rey católico, Adriano ejerció la regencia al lado del gran humanista, el cardenal Jiménez de Cisneros, en nombre de Carlos, hasta que éste, en 1517, ocupó el trono de España. Entretanto, Adriano fue creado obispo de Tortosa (1516) e inquisidor de Aragón y Navarra; más tarde también inquisidor de Castilla y León y, el 1.° de julio de 1517, cardenal. El rey Carlos, entre cuyos consejeros se contaba Adriano, no logró ganarse las simpatías de los españoles, que se quejaban de la soberbia de los borgoñones y de la codicia de los extranjeros. Tanto más alardeaban de sus propias libertades. Así, al volver en 1520 a Alemania, Carlos V dejaba a Adriano, como lugarteniente suyo, una pesada tarea, que no supo cumplir enteramente. Castilla se sublevó abiertamente. Sólo con la ayuda de dos corregentes de sangre española pudo Adriano vencer el levantamiento. La noticia de su elección para papa le cogió, el 22 de enero, en Vitoria, donde tomaba medidas militares para la defensa de Navarra contra los franceses.
En una solemne declaración de 8 de marzo de 1522 aceptó Adriano VI la elección. En ella proclama su confianza en Cristo, «que le dará fuerza, aun siendo indigno, para defender a la cristiandad contra los ataques del mal, y para reducir, al ejemplo del buen pastor, a la unidad de la Iglesia a los que yerran y están engañados»[147]. Para su viaje a Roma escogió el papa el camino del mar, a fin de demostrar su independencia respecto de Francia y del imperio. Pero la marcha se dilató. Hasta el 5 de agosto no zarpó la nave de Tarragona. El 28 de agosto llegaba a Ostia y al día siguiente a Roma.
Entre tanto Belgrado había sido conquistada por el sultán Solimán, Hungría estaba desmantelada para la invasión turca y, al mismo tiempo, Rodas, el último bastión en el Mediterráneo, estaba sitiada por fuerzas muy superiores. Las tareas que así se le imponían sólo podían ser dominadas por el nuevo papa, si lograba restablecer la unidad política y religiosa de la cristiandad. Para ello era menester una reforma de la iglesia, que habría de comenzar por la curia. Sólo así podía la Iglesia recobrar la confianza como condición para actuar de potencia ordenadora de occidente. Para los romanos Adriano era un bárbaro. A la llegada del papa, reinaba la peste en la ciudad eterna. La coronación tuvo lugar el 31 de agosto, en san Pedro, de forma marcadamente sencilla. En su discurso del consistorio, el 1.° de septiembre pidió Adriano ayuda a los cardenales para su doble proyecto: la unión de los príncipes cristianos para combatir al turco y la reforma de la curia[148]. El mal — dijo el papa — había tomado tales proporciones que, en dicho de san Bernardo, los cubiertos de pecados no llegaban ya a percibir el mal olor de los vicios. Los cardenales tenían que ir delante del clero restante con su buen ejemplo.
Si ya el rigor ascético del papa y su piedad -la misa diaria, por ejemplo, era cosa insólita- producía en muchos extrañeza, mucho más ingrato era para la mayor parte que se mostrara tan parco en la concesión de favores. En el consistorio de 26 de marzo de 1523 pidió el cardenal de Santa Croce la confirmación de los indultos y privilegios concedidos por León X. Cuando el cardenal le recordó la inaudita amabilidad con que los cardenales lo habrían llamado a la cúspide del pontificado, Adriano contestó que lo habían llamado al martirio y a la cárcel. Allí tenía una Iglesia agotada y pobre, y así les debía muy poco; ellos habían sido antes bien sus verdugos[149]. El seco erudito holandés no podía entender la manera de vivir italiana, ni la magnificencia del arte del Renacimiento Cuando se propuso abolir los cargos superfluos y poner en la calle a los beneficiarios del pródigo tren de vida de León X, la extrañeza y aversión subieron de punto en muchos sectores hasta convertirse en odio exasperado. Sus antecesores le habían dejado a Adriano deudas y cajas vacías. Había además que rescatar objetos de valor y de arte, entre otros los gobelinos según cartón de Rafael, que hubo que empeñar a la muerte de León X. Eran, pues, necesarias drásticas medidas de ahorro, sobre todo si, en el plan de reforma de la iglesia, quería el papa renunciar a los altos aranceles, que tan mal humor producían en todo el mundo. Su parquedad le atrajo fama de avaro. Esto se lo perdonaban menos los romanos que a su antecesor el despilfarro.
Como si todo eso fuera poco, la acción de Adriano quedó por de pronto impedida por la peste que fue más devastadora en otoño, de la que fue víctima el cardenal suizo Schiner, uno de los pocos colaboradores de Adriano, amigos de la reforma. Contra todas las prevenciones, el papa se quedó en Roma, mientras se desbandaban los cardenales y la mayor parte de los empleados. Sólo a fines de 1522 pudo trabajar de nuevo la curia regularmente. Para la ejecución de la reforma faltaban colaboradores. Los pocos holandeses y españoles de quienes se fiaba, se movían con dificultad en un medio que les era desconocido y, con sus torpezas, provocaban aún mayor resistencia. Las desilusiones alimentaban la desconfianza del papa frente a su circunstancia. Esto acreció su soledad y lo determinó a hacer muchas cosas por sí mismo. Ya de suyo aquel hombre del norte era de carácter lento y meticuloso, y todo contribuyó a que las quejas por las demoras de los asuntos se hicieran cada vez más fuertes. «Extranjero entre hombres de confianza extranjeros, el papa holandés no podía situarse bien en el mundo que le salió al paso en Roma» (Pastor).
Cuanto más lenta iba la reforma de la curia, tanto más difícil se hacía la situación del papa en Alemania. Adriano VI se vio forzado a pedir a los estamentos en la dieta de Nuremberg de 1522-1523 que tuvieran paciencia. Durante la ausencia de Carlos V la cuestión religiosa fue dejada al gobierno del imperio. Éste se reunió el 1.° de octubre de 1521 en Nuremberg. Constaba de 23 representantes de los diversos estamentos del imperio. Un príncipe elector, más otros dos príncipes, uno secular y otro eclesiástico, tenían que prestar allí servicio en alternancia de tres meses. Dentro de esta debilidad de organización muy difícilmente podía llevarse nada a cabo ni obrar con continuidad. No obstante estas desfavorables condiciones, el gobierno del imperio no dejó de hacer cosas útiles, y empeño suyo era sobre todo coordinar los intereses divergentes «por los comunes provechos». El esfuerzo por coordinar la jurisdicción penal creó las bases para la «Carolina» (1532). Para la defensa contra los turcos era menester procurar al imperio ingresos permanentes por una aduana imperial, por el mantenimiento de las annatas y por una mejora del «penique común», tributo imperial instituido en 1495.
Los tumultos de Sajonia y la conquista de Belgrado por los turcos pusieron en claro la imperiosa necesidad de unir al imperio y emprender la reforma para conjurar la inquietud religiosa. Para ambas cosas alargaba Adriano VI su mano; y así envió a su legado Francesco Chieregati a Nuremberg, a la dieta convocada para el 1 de septiembre de 1522, pero que no se reunió hasta el 17 de noviembre. El legado comunicó el acuerdo del papa de dejar en lo futuro en Alemania las annatas y dineros del palio y emplearlos para la guerra contra los turcos; pero exigía también enérgicamente la ayuda alemana en favor de la amenazada Hungría[150]. Hasta el 10 de diciembre no hizo el legado referencia a la situación religiosa en Alemania: La herejía de Lutero era más amenazadora que el peligro turco, y el papa exigía la ejecución del edicto de Worms[151]. Los estamentos dieron respuesta reservada, y mostraban poca inclinación a ocuparse de esta delicada cuestión. Sólo el príncipe elector Joaquín de Brandeburgo, llegado el 23 de diciembre, la planteó con energía, apoyado por el archiduque Fernando y el arzobispo de Salzburgo. El 3 de enero de 1523 leyó el legado piezas que le habían sido remitidas, un breve y una instrucción en que el papa lamenta, ante el peligro turco, el peligro religioso creado por Lutero. Peor que la herejía de éste es el hecho de que, no obstante la condenación papal y el edicto imperial, haya hallado entro los príncipes favorecedores y secuaces. Al papa le parece increíble que «una nación tan piadosa se haya dejado apartar del camino que señalaron el Salvador y los apóstoles, por obra de un frailecillo (fraterculum) que ha apostatado de la fe católica... como si sólo Lutero fuera sabio y... tuviera el Espíritu Santo, y la Iglesia hubiera caminado entro las tinieblas de la locura y por el camino de la perdición, hasta que la vino a iluminar la nueva luz de Lutero».[152]
Por modo semejante argumenta el papa en su instrucción; pero aquí no sólo se lamenta y condena el error y la escisión de la Iglesia por el movimiento luterano, sino que descubre sus causas más profundas y, con inaudita franqueza, confiesa la culpa de la curia y de la Iglesia. Al mismo tiempo pide paciencia, pues abusos tan profundamente arraigados no pueden extirparse de un golpe. «Dirás también que confesamos sinceramente que Dios permite esta persecución de su Iglesia por los pecados de los hombres, especialmente de los sacerdotes y prelados... La sagrada Escritura dice en alta voz que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados del clero... Sabemos muy bien que también en esta santa sede han, acaecido desde muchos años atrás muchas cosas abominables: abusos en las cosas espirituales, transgresiones de los mandamientos, y hasta que todo esto se ha empeorado. Así, no es de maravillar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y eclesiásticos, nos hemos desviado del camino del derecho, y tiempo ha ya que no hay uno solo que obra el bien (Sal 13 [14], 3). Por eso todos debemos dar gloria a Dios y humillarnos ante su acatamiento; cada uno de nosotros debe considerar por qué ha caído y ha de preferir juzgarse a sí mismo que no ser juzgado por Dios el día de la ira. Por eso prometerás en nuestro nombre que pondremos todo empeño porque se corrija ante todo esta corte romana, de la que tal vez han tornado principio todas estas calamidades; luego, como de aquí salió la enfermedad, por aquí comenzará también la curación y renovación. Sentímonos tanto más obligados a realizar estos propósitos, cuanto el mundo entero desea esa reforma... Sin embargo, nadie se maraville de que no arranquemos de golpe todos los abusos, pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene múltiples capas. Hay que proceder, por tanto, paso a paso y curar primero con buenas medicinas los males más graves y peligrosos, a fin de no embrollar más las cosas por una reforma precipitada. Porque con razón dice Aristóteles que todo súbito cambio de una comunidad es peligroso».[153]
Este confiteor del papa, que hemos de ver en primer término como acto religioso y presupuesto de la reforma interna de la Iglesia y de la curia, y el llamamiento a los estamentos no tuvieron efecto inmediato decisivo. El consejero del príncipe elector de Sajonia, Hans von der Planitz supo dar largas a la decisión remitiéndola a una comisión y desviar a par la atención a la suerte de cuatro predicantes luteranos, cuya detención había exigido Chieregati. Finalmente, el 5 de febrero de 1523, respondieron los estamentos al nuncio. Un proceso contra Lutero provocaría gravísimos desórdenes, si antes no se reformaba la curia romana de la que, por confesión de todos, había partido el mal, y no se abolían los gravamina de la nación alemana. De acuerdo con el emperador, el papa debía convocar lo antes posible, a más tardar dentro de un año, un libre concilio cristiano, en una ciudad alemana. Entretanto, el príncipe elector de Sajonia cuidará de que ni Lutero ni sus partidarios escriban y publiquen nada nuevo. Los estamentos seculares y eclesiásticos se comprometerán entretanto a impedir toda predicación levantisca y tratar de que sólo se predique el verdadero, puro, auténtico y santo evangelio según la aprobada interpretación de la Iglesia y da los santos padres.[154]
Parejas formulaciones ambiguas y reservadas fueron el resultado de una dieta en que preponderaban los estamentos eclesiásticos. Si ya de suyo les resultaba molesto tratar de la cuestión religiosa, el llamamiento del papa a la penitencia no los movió para nada a la reflexión y a la acción enérgica, sino que se sintieron ofendidos y puestos a la picota.
No menos primaria fue la reacción de Lutero y Melanchthon, que publicaron entonces el libelo: Interpretación de dos espantosas figuras, de un asno papal de Roma y un novillo monacal de Freiberg, halladas en Meissen (1523) (WA 11, 369-385). Lutero no creyó valiera la pena considerar las buenas intenciones de Adriano. El papa es para él un magister artium de Lovaina; «en la misma universidad se coronan asnos semejantes». Por boca del papa hablaba Satanás.
En su solicitud por la Iglesia, en que la curia lo dejaba solo, buscó el papa ayuda de fuera. En diciembre de 1522 rogó a su compatriota Erasmo, al que conocía de Lovaina, a que empleara su erudición y talento literario contra los «nuevos herejes». Ningún servicio mayor podía prestar a Dios, a su patria y a toda la cristiandad. Para ello lo invitaba a que fuera a su lado a Roma, donde dispondría de libros abundantes y tendría oportunidad de tratar con hombres doctos y piadosos[155]. El príncipe de los humanistas había felicitado a Adriano al comienzo de su gobierno, y dedicádole la edición del comentario de Arnobio a los salmos[156]. En una segunda carta ofreció al papa su consejo[157]. Adriano rogó al sabio que viniera a Roma o le hiciera conocer lo más pronto posible sus propuestas. Había que encontrar los medios adecuados, a fin de desterrar, «mientras aún era curable, aquel mal espantoso, de las fronteras de nuestra nación»[158]. Erasmo previno al papa contra el empleo de la violencia, y le aconsejó juntar en torno suyo un círculo de hombres insobornables, dignos y libres de odiosidad personal. Pero él se negaba, alegando como excusa los achaques de su salud. En Basilea podía trabajar más. Si iba a Roma y por el mero hecho de ir tomaba abiertamente partido, sus escritos perderían peso.[159]
A diferencia de Erasmo, Juan Eck estaba dispuesto a trabajar en la obra de reforma proyectada por el papa. En marzo de 1523 apareció en Roma para defender los intereses de los duques de Baviera.
Con ellos, sin embargo, sabía unir el bien de la Iglesia y de la cristiandad, pues el fortalecimiento de la soberanía eclesiástica de los duques de Baviera era una seguridad contra la incertidumbre del episcopado. En sus memoriales pide Eck la restauración de los sínodos. El haber éstos languidecido tiene la culpa de los abusos y decadencia de la Iglesia. Un concilio universal no se organiza tan rápidamente. Además, para Eck, la causa de Lutero es un asunto alemán. Enfáticamente llama la atención sobre que una mera impugnación del error no vale para nada, si no va de la mano con un serio trabajo de renovación de la Iglesia. Respecto de la reforma de Roma, Eck exige sobre todo la limitación de las indulgencias y la abolición de las encomiendas.[160]
La situación política de Italia se había afirmado hasta la entrada del papa en Roma. Un contraataque de los franceses fue rechazado el 27 de abril de 1522 por los lansquenetes alemanes al mando de Jörg von Frundsberg y también les fue arrebatada Génova. Carlos V, convencido de que Dios mismo había guiado la elección de Adriano, escribió al papa que, unidos, llevarían a cabo las más grandes cosas. Naturalmente, el César esperaba que el papa entraría en la liga contra Francisco I. Pero el papa, ya de suyo en sospecha de ser partidario de su antiguo alumno, tenía que guardar estrictamente su neutralidad, si quería que el éxito coronara sus esfuerzos por la paz entre los príncipes de Europa para repeler al turco. Este empeño da mantener la neutralidad frente a Carlos V y sobre todo frente a su embajador que urgía a todo trance, condujo a un enajenamiento temporal entre Adriano y el César, sin que tampoco se lograra ganar la confianza del rey de Francia.
El 21 de
diciembre de 1522 cayó Rodas en poder de los turcos. Los
reiterados esfuerzos del papa por unir a los príncipes
cristianos para resistir, o por lo menos lograr un armisticio, no
tuvieron éxito alguno. Así que buscó por sí
mismo, por diezmos y tributos, reunir medios para la guerra contra los
turcos. En parejo trance, apremiado por la necesidad, hizo concesiones
a los príncipes que pugnaban con sus principios. Las
desavenencias con Carlos V y
la conducta más manipulable de Francisco I facilitaron al
antiguo partidario de Francia, cardenal Soderini, ganar la confianza
del papa y meterlo en la luz dudosa de la parcialidad. Contra el
emperador se organizaría una sublevación en Sicilia, que
Francisco I aprovecharía para invadir a Italia del norte.
Soderini fue encarcelado y, en lo sucesivo, el cardenal Giuliano Medici
ejerció influjo determinante en la curia. Todavía
trató el papa de lograr la paz. El 30 de abril de 1523
promulgó un armisticio de tres años para toda la
cristiandad y lo sancionó con las más graves penas
canónicas. A fines de julio impuso la paz de Venecia con el
emperador. Esta paz y el proceso contra Soderini hicieron que Francisco
I mostrara su verdadera faz. En una carta muy agresiva amenazaba al
papa con la suerte de Bonifacio VIII.
Cerró los envíos de dinero a Roma y preparó tropas
para la invasión de Lombardía. Con ello vio el papa
frustrados sus esfuerzos por la paz. El 3 de agosto concluyó una
alianza con el emperador, con Enrique VIII de Inglaterra, con Fernando
de Austria, con Milán, Florencia, Génova, Siena y Lucca.
Adriano VI se hundió bajo el peso de tanto desengaño, y,
el 14 de septiembre de 1523, moría a los 13 meses no cumplidos
de pontificado. Este breve tiempo y las circunstancias desfavorables
malograron el cumplimiento de grandes esperanzas. Tanto más se
acreditaba la melancólica palabra del papa, que se
escribió sobre su sepulcro en la iglesia alemana de Roma:
«¡Cuánto depende del tiempo en que cae la
acción aun del mejor hombre!».