ACTA DE MARTIRIO DE
SANTAS FELICIDAD Y PERPETUA
203 d.C.
[…]
“Fueron detenidos los adolescentes catecúmenos
Revocato y Felicidad, ésta compañera suya de servidumbre;
Saturnino y Secúndulo, y entre ellos también Vibia
Perpetua, de noble nacimiento, instruida en las artes liberales,
legítimamente casada, que tenía padre, madre y dos
hermanos, uno de éstos catecúmeno como ella, y un
niño pequeñito al que alimentaba ella misma. Contaba unos
veintidós años.
A partir de aquí, ella misma narró punto por punto todo
el orden de su martirio (y yo lo reproduzco, tal como lo dejó
escrito de su mano y propio sentimiento).
“Cuando todavía -dice- nos hallábamos entre nuestros
perseguidores, como mi padre deseara ardientemente hacerme apostatar
con sus palabras y, llevado de su cariño, no cejara en su
empeño de derribarme:
- Padre –le dije-, ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que
está ahí en el suelo, una orza o cualquier otro?
- Lo veo –me respondió.
- ¿Acaso puede dársele otro nombre que el que tiene?
- No.
- Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy:
cristiana.
[…]
De allí a unos días, se corrió el rumor de que
íbamos a ser interrogados. Vino también de la ciudad mi
padre, consumido de pena, se acercó a mí con la
intención de derribarme y me dijo:
- Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete
de tu padre, si es que merezco ser llamado por ti con el nombre de
padre. Si con estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si
te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los
hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre y a tu tía
materna; mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivir. Depón
tus ánimos, no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros
podrá hablar libremente, si a ti te pasa algo.
Así hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me
besaba las manos, se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre
lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y yo estaba
transida de dolor por el caso de mi padre, pues era el único de
toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y
traté de animarlo, diciéndole:
- Allá en el estrado sucederá lo que Dios quisiere; pues
has de saber que no estamos puestos en nuestro poder sino en el de Dios.
Y se retiró de mi lado, sumido en la tristeza.
Otro día, mientras estábamos comiendo, se nos
arrebató súbitamente para ser interrogados, y llegamos al
foro o plaza pública. Inmediatamente se corrió la voz por
los alrededores de la plaza, y se congregó una muchedumbre
inmensa. Subimos al estrado. Interrogados todos los demás,
confesaron su fe. Por fin me llegó a mí también el
turno. Y de pronto apareció mi padre con mi hijito en los
brazos, y me arrancó del estrado, suplicándome:
- Compadécete del niño chiquito.
Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón
el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar del difunto
procónsul Minucio Timiniano:
- Ten consideración –dijo- a las canas de tu padre; ten
consideración a la tierna edad del niño. Sacrifica por la
salud de los emperadores.
Y yo respondí:
- No sacrifico.
- Luego ¿eres cristiana?
- Sí, soy cristiana.
Y como mi padre se mantenía firme en su intento de derribarme,
Hilariano dio orden de que se lo echara de allí, y aun le
golpearon. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí
misma me hubieran apaleado. Así me dolí también
por su infortunada vejez.
[…]
Luego, al cabo de unos días, Pudente, soldado lugarteniente,
oficial de la cárcel, empezó a tenernos gran
consideración, por entender que había en nosotros una
gran virtud. Y así, admitía a muchos que venían a
vernos con el fin de aliviarnos los unos a los otros.
Mas cuando se aproximó el día del espectáculo,
entró mi padre a verme, consumido de pena, y empezó a
mesarse su barba, a arrojarse por tierra, pegar su faz en el polvo,
maldecir de sus años y decir palabras tales, que podían
conmover la creación entera. Yo me dolía de su
infortunada vejez.
[…]
En cuanto a Felicidad, también a ella le fue otorgada gracia del
Señor, del modo que vamos a decir:
Como se hallaba en el octavo mes de su embarazo (pues fue detenida
encinta), estando inminente el día del espectáculo, se
hallaba sumida en gran tristeza, temiendo se había de diferir su
suplicio por razón de su embarazo (pues la ley veda ejecutar a
las mujeres embarazadas), y tuviera que verter luego su sangre, santa e
inocente, entre los demás criminales. Lo mismo que ella, sus
compañeros de martirio estaban profundamente afligidos de pensar
que habían de dejar atrás a tan excelente
compañera, como caminante solitaria por el camino de la
común esperanza. Juntando, pues, en uno los gemidos de todos,
hicieron oración al Señor tres días antes del
espectáculo. Terminada la oración, sobrecogieron
inmediatamente a Felicidad los dolores del parto. Y como ella sintiera
el dolor, según puede suponerse, de la dificultad de un parto
trabajoso de octavo mes, díjole uno de los oficiales de la
prisión:
- Tú que así te quejas ahora, ¿qué
harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando
no quisiste sacrificar?
Y ella respondió:
- Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; mas allí
habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues
también yo he de padecer por Él.
Y así dio a luz una niña, que una de las hermanas
crió como hija. […]
Como el tribuno los tratara con demasiada dureza, pues temía,
por insinuaciones de hombres vanos, no se le fugaran de la
cárcel por arte de no sabemos qué mágicos
encantamientos, se encaró con élPerpetua y le dijo:
- ¿Cómo es que no nos permites alivio alguno, siendo como
somos reos nobilísimos, es decir, nada menos que del
César, que hemos de combatir en su natalicio? ¿O no
es gloria tuya que nos presentemos ante él con mejores carnes?
El tribuno sintió miedo y vergüenza, y así dio orden
de que se los tratara más humanamente, de suerte que se
autorizó a entrar en la cárcel a los hermanos de ella y a
los demás, y que se aliviaran mutuamente; más que
más, ya que el mismo Pudente había abrazado la fe.
[…]
Mas contra las mujeres preparó el diablo una vaca
bravísima, comprada expresamente contra la costumbre.
Así, pues, despojadas de sus ropas y envueltas en redes, eran
llevadas al espectáculo. El pueblo sintió horror al
contemplar a la una, joven delicada, y a la otra, que acababa de dar a
luz. Las retiraron, pues y las vistieron con unas túnicas.
La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, y cayó de
espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la
túnica desgarrada, se cubrió la pierna,
acordándose antes del pudor que del dolor. Luego, requerida una
aguja, se ató los dispersos cabellos, pues no era decente que
una mártir sufriera con la cabellera esparcida, para no dar
apariencia de luto en el momento de su gloria.
Así compuesta, se levantó, y como viera a Felicidad
tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la
levantó. Ambas juntas se sostuvieron en pie, y, vencida la
dureza del pueblo, fueron llevadas a la puerta Sanavivaria.
Allí, recibida por cierto Rústico, a la sazón
catecúmeno, íntimo suyo, como si despertara de un
sueño (tan absorta en el Espíritu había estado),
empezó a mirar en torno suyo, y con estupor de todos, dijo:
- ¿Cuándo nos echan esa vaca que dicen?
Y como le dijeran que ya se la habían echado, no quiso creerlo
hasta que reconoció en su cuerpo y vestido las señales de
la acometida. Luego mandó llamar a su hermano, también
catecúmeno, y le dirigió estas palabras:
- Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os
escandalicéis de nuestros sufrimientos. […]
Mas como el pueblo reclamó que salieran al medio del anfiteatro
para juntar sus ojos, compañeros del homicidio, con la espada
que había de atravesar sus cuerpos, ellos espontáneamente
se levantaron y se trasladaron donde el pueblo quería. Antes se
besaron unos a otros, a fin de consumar el martirio con el rito solemne
de la paz.
Todos, inmóviles y en silencio, se dejaron atravesar por el
hierro; pero señaladamente Sáturo (que era quien los
había introducido en la fe y que se había entregado
voluntariamente al conocer su encarcelamiento para compartir así
su suerte), como fue el primero en subir la escalera y en su
cúspide estuvo esperando a Perpetua, fue también el
primero en rendir su espíritu.
En cuanto a ésta, para que gustara algo de dolor, dio un grito
al sentirse punzada entre los huesos. Entonces ella misma llevó
a su garganta la diestra errante del gladiador novicio. Tal vez mujer
tan excelsa no hubiera podido ser muerta de otro modo, como quien era
temida del espíritu inmundo, si ella no hubiera querido.
¡Oh fortísimos y beatísimos mártires!
¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro
Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece, honra y adora,
debe ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los
antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que
también las nuevas virtudes atestigüen que es uno solo y
siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a
Dios Padre omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor
nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de
los siglos. Amén.”
(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 419-440)