ACTA DE LOS
PROTOMÁRTIRES ROMANOS
En el año 64, la cristiandad romana va a pasar
literalmente por la prueba del fuego. Una clara noche de julio de dicho
año, sentado en el trono imperial Nerón, un terrible
incendio, propagado con inusitada violencia, destruyó durante
seis días los principales barrios de la vieja Roma.
La descripción que del siniestro nos ha dejado
Tácito en sus Anales, escritos unos cincuenta años
después del suceso, pertenece a las páginas justamente
más célebres de la literatura universal; celebridad
enormemente acrecida por ser en esa página donde por primera vez
una pluma pagana (y nada menos que la del historiador romano más
importante) deja constancia del hecho más grande de la historia
universal: el cristianismo y la muerte violenta de su fundador, Cristo:
El incendio de Roma y los mártires el Vaticano
(Tácito, Ann., XV, 38-44)
“Siguióse un desastre, no se sabe si por obra del
azar o por maquinación del emperador (pues una y otra
versión tuvieron autoridad), pero sí más grave y
espantoso de cuantos acontecieron a esta ciudad por violencia del fuego.
[…]
Añadióse a todo esto los gritos de las
mujeres despavoridas, los ancianos y los niños; unos arrastraban
a los enfermos, otros los aguardaban; gentes que se detenían,
otras que se apresuraban, todo se tornaba impedimento. Y a menudo
sucedía que, volviendo la vista atrás, se hallaban
atacados por el fuego de lado o de frente; o que, al escapar a los
barrios vecinos, alcanzados también estos por el siniestro,
daban con la misma calamidad aun en parajes que creyeran alejados.
[…]
Por otra parte, nadie se atrevía a tajar el
incendio, pues había fuertes grupos de hombres que, con
repetidas amenazas, prohibían apagarlo, a lo que se
añadían que otros, a cara descubierta, lanzaban tizones,
y a gritos proclamaban estar autorizados para ello, fuera para llevar a
cabo más libremente sus rapiñas, fuera que,
efectivamente, se les hubiera dado semejante orden.
Nerón, que a la sazón tenía su
residencia en Ancio, no volvió a la ciudad hasta que el fuego se
fue acercando a su casa, por la que había unido el Palatino y
los jardines de Mecenas.
[…]
Todo ello, si bien encaminado al favor popular,
caía en el vacío, pues se había esparcido el rumor
de que, en el momento mismo en que se abrasaba la ciudad, había
él subido a la escena de su palacio y había recitado la
ruina de Troya, buscando semejanza a las calamidades presentes en los
desastres antiguos.
Por fin, a los seis días, se logró poner
término al incendio al pie mismo del Esquilino, derribando en un
vasto espacio los edificios, a fin de oponer a su continua violencia un
campo raso y, por así decir, el vacío del cielo.
Aun no se había ido el miedo y vuelto la esperanza
al pueblo, cuando de nuevo estalló el incendio, si bien en
lugares más deshabitados de la ciudad, por lo que fueron menos
las víctimas humanas, derruyéndose, en cambio, más
ampliamente templos de dioses y galerías dedicadas a
esparcimiento y recreo. Sobre este nuevo incendio corrieron aún
peores voces, por haber estallado en los campos aurelianos de Tigelino
y creerse que, por lo visto, Nerón buscaba la gloria de fundar
una nueva ciudad y llamarla con su nombre.
[…]
Sea de ello lo que fuere, Nerón se aprovechó
de la ruina de su ciudad y se construyó un palacio, en que no
eran tanto de admirar las piedras preciosas y el oro, cosas gastadas de
antiguo y hechas vulgares por el lujo, cuanto de campos y estanques, y,
al modo de los desiertos, acá unos bosques, allá espacios
descubiertos y panoramas.
[…]
Tales fueron las medidas aconsejadas por la humana
prudencia. Seguidamente se celebraron expiaciones a los dioses y se
consultaron los libros sibilinos. Siguiendo sus indicaciones, se
hicieron públicas rogativas a Vulcano, a Ceres y a Proserpina;
se ofreció por las matronas un sacrificio de propiciación
a Juno, primero en el Capitolio, luego junto al próximo mar, de
donde se sacó agua para rociar el templo e imagen de la diosa.
Sin embargo, ni por industria humana, ni por larguezas del
emperador, ni por sacrificios a los dioses, se lograba alejar la mala
fama de que el incendio había sido mandado. Así pues, con
el fin de extirpar el rumor, Nerón se inventó unos
culpables, y ejecutó con refinadísimos tormentos a los
que, aborrecidos por sus infamias, llamaba el vulgo cristianos. El
autor de este nombre, Cristo, fue mandado ejecutar con el último
suplicio por el procurador Poncio Pilatos durante el Imperio de Tiberio
y, reprimida, por de pronto, la perniciosa superstición,
irrumpió de nuevo no sólo por Judea, origen de este mal,
sino por la urbe misma, a donde confluye y se celebra cuanto de atroz y
vergonzoso hay por dondequiera.
Así pues, se empezó por detener a los que
confesaban su fe; luego, por las indicaciones que éstos dieron,
toda una ingente muchedumbre quedó convicta, no tanto del crimen
del incendio, cuanto de odio al género humano. Su
ejecución fue acompañada de escarnios, y así unos,
cubiertos de pieles de animales, eran desgarrados por los dientes de
los perros; otros, clavados en cruces, eran quemados al caer el
día, a guisa de luminarias nocturnas.
Para este espectáculo, Nerón había
cedido sus propios jardines y celebró unos juegos en el circo,
mezclado en atuendo de auriga entre la plebe o guiando él mismo
su coche. De ahí que, aun castigando a culpables y merecedores
de los últimos suplicios, se les tenía lástima,
pues se tenía la impresión de que no se los eliminaba por
motivo de pública autoridad, sino por satisfacer la crueldad de
uno solo.”
El incendio de Roma, según Suetonio
(Nero, XXXVIII)
“Mas ni a su pueblo ni a las murallas de su patria
perdonó Nerón. En efecto, con achaque de serle molesta la
deformidad de los viejos edificios y la estrechez y tortuosidad de las
calles, prendió fuego a la ciudad tan al descubierto que varios
consulares que sorprendieron a camareros suyos con estopa y teas en sus
propias fincas, no se atrevieron ni a tocarlos, y algunos graneros,
situados en el solar de la Casa de Oro, qué él codiciaba
sobre toda ponderación, fueron derribados con máquinas de
guerra y abrasados, por estar hechos con piedra de sillería.
Durante seis días con sus noches duró en todo su furor el
estrago, obligando a la muchedumbre a buscar cobijo en los
públicos monumentos y sepulcros.
Entonces, aparte un número inmenso de casas
particulares, se quemaron los palacios de los antiguos generales,
adornados todavía con los trofeos e los enemigos; los templos de
los dioses, que se remontaban a la época de los reyes, y otros
consagrados en las guerras gálicas y púnicas, y, en
fin,cuanto de precioso y memorable había sobrevivido al tiempo.
Nerón contempló el incendio desde la torre
de Mecenas, y arrebatado “por la belleza”, como él decía,
“de las llamas”, recitó, vestido de su famoso traje de teatro,
la “Toma de Ilión”. Y para que no se le escapara tampoco esta
ocasión de coger la mayor presa y botín posible,
prometió retirar por su cuenta los escombros y cadáveres,
con cuyo pretexto no permitió a nadie acercarse a los restos de
sus bienes; y con las tributaciones, no ya sólo voluntarias,
sino exigidas, dejó casi exhaustas a las provincias y a los
particulares.”
(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 212-225)